Esta semana ha muerto en Barcelona el periodista José Martí Gómez. La despedida en el tanatorio de Les Corts fue multitudinaria, con la asistencia de muchos periodistas, pero también gente de otras profesiones a las que trató y en quienes dejó un agradable recuerdo, con su trato o con sus escritos. Fue un acto sencillo, como él había pedido que fuera, en el que evocaron su figura su hija Isabel y el también periodista Eugenio Madueño. El féretro abandonó la capilla mientras sonaba la voz de Raimon: “jo vinc d’un silenci antic i molt llarg”. Él mismo había comentado que en su despedida quería dos cosas: que sonara esa canción y que no interviniera Josep Maria Huertas, porque, creía, le dedicaría elogios exagerados a los que era poco propenso. Cuando hizo la sugerencia, Martí Gómez no podía imaginar que su amigo Huertas Clavería moriría casi 15 años antes que él.

Los dos ejercieron el periodismo en tiempos difíciles y prestaron su voz a causas silenciadas. Los dos reflejaron la Barcelona que emergía y la Barcelona olvidada. A través de sus gentes y de las obras de sus gentes. Pero Martí Gómez, además de las obras fue capaz también de fijarse en los actos. Y de describirlos. Otros compañeros han recordado que fue un innovador en un género muy periodístico: la crónica negra. Lo fue porque detrás de cada hecho noticioso fue capaz de percibir el pálpito del sufrimiento de la víctima y el hundimiento de un victimario. A esa capacidad de percibir el sentimiento del otro se le llama ahora empatía, pero creyente como él era, seguramente le mantendría el nombre más antiguo: compasión, en su sentido literal: padecer con el otro. Para lo cual es imprescindible algo previo: percibir al otro, reconocerlo, no como un medio sino como un fin en sí mismo. Capaz del bien y del mal, de amar y odiar, sujeto de una historia que contar. Que él contaba.

Historias de gentes que, como dice la canción de Raimon, proceden del silencio y viven y mueren muchas veces en el anonimato, lejos de frases solemnes en las que nunca creyeron. Martí Gómez supo poner voz  a esas historias porque fue capaz previamente de escucharlas. Y, como buen periodista machadiano (él fue también un hombre en el buen sentido de la palabra, bueno) lo hizo en el lenguaje poético, aquel que convierte una sentencia como “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” en “lo que pasa en la calle”. Y es que ésa era la prosa de Martí Gómez: limpia, ordenada, precisa. Con voluntad comunicativa, con voluntad de que lo escrito se entendiera. Quería contar lo que había visto y oído. Quería contar la historia del otro.

Como Brecht, sabía que en los libros de historia y en las portadas de los diarios figuran los nombres de los reyes como constructores de Tebas, la de la siete puertas. Conoció y trató a esos reyes y les preguntó y reprodujo sus respuestas, consciente de que sus discursos y actuaciones modulaban las vidas de los demás. Pero nunca olvidó que no fueron ellos los que arrastraron las piedras. De modo que cuando terminó de hablar con los poderosos, se puso a escuchar los lamentos de los de abajo para luego poder describir sus sufrimientos. Y sus gozos.

Martí Gómez fue capaz de perseguir la felicidad o, cuando menos, los fragmentos felices que la vida pone a cada uno al alcance de la mano. Lo hizo en su profesión, que decía que era el oficio más hermoso del mundo, porque te permite vivir la vida propia y la de otros, y lo hizo en su vida privada: padre, amigo y, en los últimos años, dichoso abuelo.

El sepelio se cerró con Raimon, pero se había abierto con el Aleluya de Leonard Cohen. La misma pieza que pocas horas antes, con su cuerpo en la capilla ardiente, ensayaba el Orfeó de Les Corts, en el que cantó durante años Elena, la compañera de su vida, a la que conoció la única vez que fue a la playa. Martí no cantaba, pero acudía a todos los conciertos, fueran en el barrio o lejos de él. La letra de Cohen dice: “Hubo un tiempo en el que me contabas lo que está pasando”. Él se ha ido, pero ha dejado una escuela de periodistas dispuestos a seguir buscando la verdad para contarla. Apasionadamente.