El abandono del consenso es uno de los efectos más negativos del gobierno municipal de los comunes y el que ha dado paso a una radicalidad insólita. Como toda gran ciudad Barcelona reclama una evolución paulatina de las políticas que le afectan. Una evolución que permita la construcción y mantenimiento de un determinado grado de diálogo y consenso, sin el cual es imposible configurar el apoyo amplio que el gobierno de una metrópoli exige.
Pero los comunes han apostado por descartar el consenso a pesar de ser un partido pequeño que cuenta con sólo 10 de los 41 concejales que componen el pleno municipal.
El nuevo radicalismo ha conducido a la confrontación y ha incentivado la irrupción del populismo en la gestión de la ciudad. La división consecuente ha alumbrado unas políticas de imposición y ha generado la contradicción de que un partido teóricamente antiautoritario se ha inclinado por asegurar sus políticas a base de gestos imperativos y ordenancistas. La proliferación de prohibiciones, barreras y obstáculos físicos ilustra esta deriva.
Una ciudad grande y potente como Barcelona es una realidad compleja y su gestión es simplemente inviable sin una orientación al acuerdo. En el caso concreto de Barcelona, además, el consenso ha estado en la base de sus grandes éxitos, tanto en los Juegos Olímpicos como en la transformación de la ciudad o en su proyección internacional.
Gobernar una gran ciudad exige entender su complejidad (historia, composición social, geografía, estructura económica, cultura, mitos…). La comprensión de la complejidad está reñida con un enfoque simplista y parcial que lleva inevitablemente al sectarismo.
Una constante de Barcelona es que ha tendido a dotarse de un proyecto autónomo como ciudad, incluso en etapas de régimen no democrático como fue el caso durante el franquismo. Esa autonomía, que permitía un considerable margen de maniobra, se ha diluido en favor del acompañamiento a la política española de Podemos y el seguimiento de los impulsos nacionalistas en Cataluña.
La autonomía de Barcelona llevó con los años a la construcción de un aparato institucional y protocolario de enorme potencia simbólica y, también, práctica. La realidad es que este activo de Barcelona ha sido desperdiciado en aras del desbocado adanismo de los gobernantes comunes. ¿Cómo habría sido posible movilizar el apoyo de Cataluña y de España en los Juegos Olímpicos sin esa potencia simbólica?
En realidad, la ansiedad que viven muchos ciudadanos de Barcelona se debe en buena medida a la percepción de que no hay un proyecto estratégico de futuro. Y a falta de estrategia florecen los movimientos cortoplacistas, en definitiva, un tacticismo del que el urbanismo táctico es un ejemplo límite. Porque la invención de una superilla, aparte de desvirtuar el Eixample, no tiene una relevancia estratégica en el posicionamiento de Barcelona y en su capacidad de competir y de proyectarse. A no ser que la estrategia sea la de forzar una guerra cultural que implica decrecimiento, aislamiento y ensimismamiento.
La idea de una ciudad para las personas es esgrimida como el objetivo estratégico de los comunes pero es una propuesta que en la realidad parece dirigida más bien a un universo restringido de fieles y convencidos. Porque en la práctica de gobierno municipal se han consolidado el sectarismo y el clientelismo, para no mencionar un muy antiestético nepotismo de nueva generación.
Una manifestación inquietante de la propensión clientelar es la conexión casi orgánica del Ayuntamiento con el Observatorio DESC. Esta asociación es el canal para la financiación sistemática e indefinida de unas entidades próximas a las que se facilita visibilidad y acceso a la formulación de políticas a cambio de su apoyo en debates y confrontaciones.
El populismo y el sectarismo tienen como consecuencia inevitable la ocupación de la administración por una profusión de cargos de confianza muy ideologizados. No es extraño que la reputación de competencia del Ayuntamiento de Barcelona haya sufrido considerablemente a pesar de la potencia de la máquina municipal de publicidad y propaganda.
Es triste para muchos barceloneses que el ayuntamiento haya devaluado su prestigio con unas reiteradas muestras de incompetencia. No es sólo el retraso de los procesos administrativos, una cuestión que no parece preocupar a los responsables municipales. Es también la incapacidad de formular y aplicar una política de vivienda consensuada y eficiente en siete años de mandato, asegurar el mantenimiento de los niveles de seguridad y de limpieza o mantener la proyección exterior de la ciudad.
La priorización de la calidad urbana y la proyección del buen gusto propio de la Barcelona contemporánea han sido sustituidos por una apoteosis de mediocridad y cutrez, por utilizar el término que se ha consolidado al juzgar las intervenciones urbanas más recientes.
Pintadas, bloques de hormigón, new jerseys, estacas a ambos lados, carriles-bici sin usuarios… son referencias de impacto que han alterado negativamente la funcionalidad de los sistemas urbanos afectados y, también, la imagen de una ciudad que se ufanaba en ser una ciudad bella. Es significativo que la fuerte inversión en elementos urbanos tácticos no se haya aprovechado para dedicar algunos recursos a restañar las heridas que dejaron en el pavimento de la ciudad los actos vandálicos de octubre de 2019.
La política de comunicación municipal, a la que se han dedicado recursos muy superiores a los de cualquier etapa municipal anterior, ha promovido un culto a la personalidad de la alcaldesa sin precedentes en una ciudad que tradicionalmente ha apreciado la autocontención y la discreción. Sus grupos de fans compiten en ocupar las redes mientras la agenda oficial de la alcaldesa muestra una llamativa vaciedad.