En los pocos barrios nuevos que nacen en Barcelona llama la atención la ausencia casi total de comercios. La amplitud de las calles, más anchas de lo habitual sin llegar a ser avenidas o bulevares, magnifica la sensación de vacío mucho más acentuada si se trata de alguna zona colindante a una superilla.
Los edificios ya han sido diseñados con ese cambio de paradigma porque desde hace años la geografía ciudadana refleja los efectos de los supermercados sobre el tejido comercial, apenas compensado en algunas zonas por las tiendas de pakis y los bazares chinos. Es difícil normalizar el espectáculo de tantos rincones de la ciudad con bajos vacíos acumulando suciedad. Esos locales albergaron tiempo atrás establecimientos de venta al por menor que han muerto a manos de otras fórmulas más agresivas y adaptadas a los nuevos hábitos de los consumidores.
Pero ahora esos formatos, básicamente los supermercados, sufren en carne propia una nueva transformación debido al comercio online. No es que las grandes cadenas sean muy partidarias de vender por internet --una de cada tres compras es impulsiva, no está planeada antes de entrar en la tienda--, es sencillamente que no pueden resistirse.
Mercadona, líder del sector con una cuota de mercado estable desde hace años en torno al 15%, acaba de explicar que en 2021 sus ventas online ascendieron a 510 millones de euros. Apenas equivalen al 2% de la facturación total, pero suponen un aumento del 40% respecto al año anterior, por lo que la empresa está metida de lleno en grandes inversiones para crear una red de distribución paralela a las tiendas en las afueras de las grandes ciudades.
Esa tendencia, que afecta a todas las marcas, generará nuevos locales vacíos que vendrán a sumarse a los ya existentes. Urge que tanto la Generalitat como el Ayuntamiento de Barcelona se pongan a trabajar para hacer posible un cambio de uso de esos inmuebles más ágil. Es cierto que en los últimos años ha habido algo más de desprendimiento por parte del consistorio: en 2020 se concedieron 131 licencias autorizando una vivienda donde antes existía un comercio, cuando en 2013 solo fueron 63. Pero el proceso sigue siendo lentísimo –hasta dos años-- y muy farragoso; en ocasiones, el propietario se ve obligado a mantener el aspecto exterior de la fachada, inhóspito, como si se tratara de un edificio catalogado cuando igual no tiene ni 10 años.
Las ventajas para la ciudad y el efecto positivo sobre el mercado de la vivienda deberían pesar más en los criterios de la burocracia, lo que nos podría ahorrar hasta leyes inconstitucionales.