La sentencia del Tribunal Superior de Cataluña sobre la zona de bajas emisiones en Barcelona culmina un proceso de judicialización de la vida política al que habrá que poner coto. Alguien hace mal su trabajo. Si los jueces tienen razón y la norma municipal es una chapuza, habría que pedir explicaciones a los servicios jurídicos del Ayuntamiento (a los concejales ya se las pedirán los votantes en su día). Si finalmente, el Supremo quita la razón al Tribunal Superior, deberían ser los jueces los llamados a capítulo.

Ocurre con el consistorio y con leyes aprobadas por el Parlament y con disposiciones del Gobierno central. Se aprueban sin rigor jurídico y luego son tumbadas por los jueces. Pero ocurre también que luego otros jueces dictan, en apelación, sentencias correctoras. Tan grave es que diputados y concejales hagan normas que no se ajustan a la legalidad, como que haya jueces repetidamente corregidos por instancias superiores. Y lo peor: que todo esto sea gratis para unos y otros.

Cuando las normas están mal hechas, quien paga las consecuencias no es la persona que las aprobó sino la ciudadanía. Cuando la sentencia es un dislate, quien paga las consecuencias no es el juez que la firma sino, una vez más, la ciudadanía que mantiene a ese juez inepto o prevaricador.

Pleitear es casi gratuito para entidades y corporaciones que tienen equipos de abogados. Además, siempre habrá un picapleitos dispuesto a buscar las rendijas legales que consigan una sentencia favorable o, en el peor de los casos, que aplacen la entrada en vigor de la norma y, desde luego, la cuestionen.

Vale la pena recordar lo impunes que son los jueces tomando como referencia la ley del aborto. La aprobó el gobierno de Rodríguez Zapatero en 2010 (hace 12 años) y de inmediato la recurrió el PP. Partido, por cierto, que ha gobernado después sin haber modificado la ley recurrida. El ponente designado fue Andrés Ollero, miembro del Opus Dei, que en todos esos años no pudo o no quiso redactar una propuesta de sentencia que casara la ley del Parlamento con la de su conciencia, que se supone que sólo responde ante Dios, exista o no. Ollero fue sustituido por Enrique Arnaldo, amigo de Pablo Casado. La sentencia sigue pendiente. ¿Alguien puede imaginar que un médico se pasara 12 años antes de emitir el diagnóstico sobre un paciente? ¿O que un lampista tardara todo ese tiempo en detectar y taponar una fuga de agua o gas?

El recurso sobre la zona de bajas emisiones puede entrar ahora en un limbo similar y que pasen años antes de que el Supremo se pronuncie. Y mientras habrá gente que tenga que cumplir la norma, sea o no ajustada a derecho.

También cabe que la normativa sea correcta. Y, en ese caso, ¿qué hacer con los jueces que han dictaminado que no lo era?

Para un ciudadano de a pie, las polémicas judiciales son difíciles de dirimir. Los juristas hablan de “ciencia jurídica” lo que no deja de ser un uso abusivo de la palabra ciencia. La realidad es que en los tribunales se usa un lenguaje que, pretendiendo ser preciso, lo único que logra es alejarse cada vez más del que emplean los mortales, pese a que se trata de  normas que les  afectan.

La última noticia judicial conocida en Barcelona es la decisión de Foment del Treball de llevar a los tribunales los cambios de la Via Laietana aprobados por el consistorio. Puede que Foment tenga razón y esos cambios exijan antes una modificación del Plan General Metropolitano, pero también puede que no sea así. El caso es que va a decidir un juez del que los ciudadanos tienen cada vez más razones para no fiarse.

Esta misma semana, Joaquim Bosch, miembro destacado de Jueces para la Democracia, señalaba que la forma de ascender en la carrera judicial es mostrarse fiel a algún partido con capacidad de decisión en el Congreso. Quien haya seguido los asuntos de los tribunales sabe que la afirmación se corresponde con los hechos.

Acabar con esta situación empieza a ser urgente y más desde que entidades y partidos han decidido llevar a los jueces cualquier decisión que no sea de su agrado.

Si los servicios jurídicos del Ayuntamiento de Barcelona o los del Parlament o los del Congreso asesoran de forma incorrecta, los responsables deben ser los abogados que firmen el informe y no la institución. Y lo mismo para los jueces: si se equivocan, que vuelvan a la escuela. Unos, a la judicial, pero a tenor del redactado de algunas sentencias, otros deberían volver a la escuela primaria.

Mientras puedan seguir equivocándose sin consecuencias, estaremos sometidos a una dictadura judicial, un sistema en el que jueces y abogados pueden comportarse como tertulianos que opinan a troche y moche sobre todo: la pandemia, el asfaltado, el aborto y la longitud de las faldas de las mujeres agredidas.