A veces, muy a menudo, para entender algo de lo que va a venir, del futuro, es conveniente echar la vista atrás. Cuando en 1837 Hans Christian Andersen, eficaz y metafórico cuentista danés, publica El traje nuevo del emperador, algo en nuestra percepción del poder, en nuestra comprensión de lo que conlleva cualquier tipo de establishment, pega un brinco y nos cambia el chip.

Resulta que unos presuntos sastres de gran prestigio (en el caso que nos ocupa, productores, arreglistas, compositores y demás artesanos de la industria multinacional discográfica) llegaron al palacio del rey (en esta historia accedieron a nuestra actual reina de la modernidad sonora, Rosalía, en su DNI, Rosalía Vila i Tobella), asegurándole al monarca que eran capaces de confeccionar los mejores vestidos, a través de unas técnicas de confección muy elaboradas y gracias a unas telas de altísima calidad. Los sastres (productores musicales & Co) pidieron al rey (a la reina de las motomamis) una suma significativa de dinero para ponerse a trabajar de inmediato y su majestad (ella) accedió ilusionado (ilusionada).

Pero aquellos presuntos sastres, maquiavélicos y sibilinos, se afanaron a hacerle entender al rey (a la reina de las palabras sonoras que no significan nada) y a todos sus cortesanos (industria musical y allegados) que tan solo podrían ver y apreciar el majestuoso traje, aquellos hombres y mujeres que fueran realmente hijos de sus padres.

El rey aceptó aquellas condiciones y les recomendó a los tejedores expertos que se dieran toda la prisa que pudieran, porque estaba ansioso por lucir su nueva vestimenta en las fiestas que ya se acercaban en el calendario.

Pero el rey estaba inquieto, alguna sombra de duda lo asaltaba. Entonces mandó a unos criados a visitar las estancias de los sastres, para ver como evolucionaba la gran obra. Los criados observaron que los tejedores ponían toda la actitud de estar trabajando, pero no vieron ni una sola tela ni ningún traje. Pensaron que quizás no lo podían ver porque no eran realmente hijos de sus padres. Por eso se deshicieron en elogios, y felicitaron el buen trabajo de los artesanos modistas.

Los sastres avisaron al monarca que su espléndido traje ya estaba terminado, y cuando el rey fue a probárselo, cayó en la cuenta de que no veía nada de nada. Pensó que no podía verlo porque no era hijo de sus padres, y elogió superlativamente la obra y las telas.

Y llegó el gran día, la prueba del algodón. El rey desfiló montado a caballo con su presunto y extraordinario traje, súper orgulloso de lucir sus mejores galas ante el pueblo, en el gran día de la fiesta patronal.

Las mujeres y los hombres que veían cabalgar a su monarca también eran conocedores del gran secreto a voces: tan solo pueden ver el traje aquellos que sean hijos de sus padres.

La gente aplaudía, disciplinada, obediente, sumisa. Aplaudían y asentían con sus cabezas. Pero, de repente, una voz inocente, un niño, emergió poderoso entre la multitud con unas palabras ensordecedoras "el rey va desnudo". Aquél grito removió las conciencias de todos los que presenciaban aquel absurdo desfile, aquel sinsentido colectivo. Y primero fueron tímidos murmullos, cuchicheos, pero enseguida se multiplicaron exponencialmente las proclamas reveladoras de la verdad callada (ocultada). "El rey va desnudo", ... "El rey va desnudo".

A veces, demasiado a menudo, las grandes mayorías aceptan a pies juntillas una cierta realidad, sin ponerla en cuestión, sin discutirla, y se la hacen suya como una verdad absoluta.

Leemos y escuchamos unanimidades aplastantes entre músicos y analistas, deshaciéndose en elogios y reverencias con Motomami, el nuevo disco de Rosalía. Nos aseguran que esas 16 canciones que se mueven entre el reguetón, el flamenco, el rap, el R&B, la bachata y el bolero, exploran territorios futuristas, generan diseños de sonidos rompedores, y configuran el nuevo canon de la modernidad global.

La de Sant Esteve Sesrovires se ha rodeado de un ingente ejército de fabricadores de éxitos (sastrecillos valientes), expertos altamente bregados en el magma resbaladizo y lucrativo del show business. Cuando Theodor Adorrno y Max Horkheimer (faros de la siempre inspiradora Escuela de Frankfurt) acuñaron el término de industria cultural, nos estaban queriendo decir que una cosa es la cultura (expresión auténtica, espontánea y libre) y otro asunto muy distinto son las industrias culturales, esos engranajes capaces de vendernos discos, cuadros y libros como si de coches, garbanzos o sillas se tratara. Mercadotecnia en estado puro.

Letras atiborradas de códigos urbanos, mucho slang, espanglish, vocablos de reminiscencia dominicana, incluso palabras inventadas (muchos sabios lo aplauden como ejercicios neologistas, como innovación constante).

Pero lo cierto es que Rosalía aparece desnuda en la portada de su nuevo álbum. La reina va desnuda.