Nadie ha dicho nunca que fumar sea bueno para la salud. De hecho, se considera una droga sumamente adictiva y de las más difíciles de dejar, dado que, caso de enviarte al hoyo, se toma su tiempo para hacerlo. Es difícil dejar el tabaco y muy fácil recaer en su consumo (lo sé por experiencia propia). Y una vez reconocido todo esto, también habrá que reconocer que hay mucha gente que se empeña en seguir fumando y que el estado, a través de todo tipo de impuestos, se lucra a su costa (entre eso y abonar religiosamente las cuotas de la seguridad social, el fumador tiene derecho a que la sociedad le eche una manita si pintan bastos, en vez de ser señalado como responsable de sus propias desgracias y considerado un suicida irresponsable por las autoridades sanitarias). El fumador es también un insuperable chivo expiatorio con el que tomarla cíclicamente para que los gobernantes hagan como que se preocupan por la salud de los gobernados. Lo acabamos de comprobar de nuevo en nuestra querida ciudad con la nueva ordenanza del ayuntamiento que prohibirá a partir del mes de julio que se fume en las playas de la ciudad, aunque se trate, por definición, de espacios al aire libre. Y tengo la impresión de que esta medida, con la excusa de preservar el bien común, es en realidad un castigo para los que se empeñan en seguir fumando, un colectivo que, hasta ahora, ha encajado de manera ejemplar todas las medidas adoptadas en su contra (probablemente porque todo fumador carga con un sentimiento de culpabilidad que le convierte en su propio fumador pasivo, si es que esa figura no es una mera entelequia, lo que también podría ser).

A lo largo de los últimos años, el fumador se ha dejado echar de bares, restaurantes y discotecas sin prácticamente rechistar. La mayoría de adictos al tabaco no son unos energúmenos intolerantes y entienden que, en recintos cerrados, sus humos pueden molestar al resto de la parroquia. De ahí que lleven ya años saliendo a la calle a hacer sus necesidades (con perdón), o que se queden siempre en las terrazas de los bares, aunque haga un frío que pela. A diferencia de otros países, en España nunca se fumó en cines y teatros (aún recuerdo el cenicero clavado en el respaldo de la butaca de delante en Londres, durante los años del punk, cuando visité esa ciudad por primera vez). Salvo algunos gamberros y beodos, a nadie se le ha ocurrido nunca fumar en el metro o el autobús. Podemos decir que el fumador español en general y el barcelonés en particular son gente comprensiva y educada (y con complejo de culpa) que no quiere molestar a nadie. Y precisamente por eso, se me antoja de muy mal gusto que ahora se le quiera perseguir hasta en la playa (un no fumador nunca sabrá lo agradable que resulta echar un pitillito recién salido del agua, mientras te secas sobre la toalla, por pernicioso que resulte para tu salud, que, por otra parte, es tuya y puedes hacer con ella lo que te dé la gana).

El ayuntamiento aduce que las colillas polucionan que es un contento y tardan siglos en desaparecer, pero eso es dar por sentado que todos los fumadores se dedican a enterrar con saña sus colillas en la arena, optando por la política del-que-venga-atrás-que-arree. Ciertamente, hay gente que se comporta de forma tan desconsiderada, pero dudo que sean la mayoría: muchos fumadores conservan sus colillas durante su estancia en la playa, las recogen cuando se van y las tiran en alguna papelera. Durante una época, para facilitarles la labor, se repartían gratuitamente una especie de cucuruchos de plástico que hacían las veces de cenicero. Si la excusa para la prohibición es el poder depredador de las colillas, existen maneras de combatirlo.

Con las multas previstas pagarán justos por pecadores (dejando aparte la incomodidad de no estar tranquilo ni en la playa, donde empezarán a patrullar unas fuerzas del orden que podrían estar haciendo cosas más útiles en otros lugares). Quedarán igualados el probo ciudadano del cucurucho con el gañán que disfruta enterrando colillas en la arena. Se podría haber planteado una zona para fumadores (con cucurucho), pero se ha optado por la represión total, siguiendo el ejemplo de los bares, donde existió durante un breve tiempo una sección para fumadores que ocasionó unos gastos a los responsables del negocio que nunca le fueron compensados cuando entró en vigor la prohibición total y absoluta. A partir de ahora, para la administración, son iguales el patán entierra-colillas y el fumador responsable que las conserva a la vista hasta que llega la hora de echarlas a la papelera.

Sí, fumar es malo, pero todo lo que no sea prohibir el tabaco tiene un punto de hipocresía muy notable. El estado desea el dinero del fumador, pero al mismo tiempo le hace la vida imposible. Más papista que el Papa, Ada Colau lo persigue hasta las playas de la ciudad, espacios al aire libre por excelencia en los que hasta el fumador pasivo más sensible tiene que hacer enormes esfuerzos para envenenarse con el humo del vecino. Una vez más, Ada opta por salvarnos de nosotros mismos. Tras el túnel de las Glòries y la Via Laietana, ahora es el turno de la playa. Con el tabaco al aire libre, el ayuntamiento imita al estado y, vía multas, se lucrará a costa de un vicio que, aparentemente, pretende erradicar. Supongo que lo próximo será prohibir fumar en la calle: Ada nos salvará a todos, nos pongamos como nos pongamos.