A las 23:40 horas del 14 de abril de 1912, el RMS Titanic chocó contra un iceberg. Había intentado evitarlo virando a babor, pero los expertos afirman que si hubiera chocado de frente contra la masa de hielo no se habría hundido, aunque habría quedado dañada la proa. Al intentar evitar la colisión, algo en principio razonable, lo único que consiguió fue abrir una brecha a estribor de cinco centímetros de ancho a cinco metros bajo el agua que recorría el lado de estribor en cinco de los seis mamparos que, teóricamente, hacían del trasantlántico un buque insumergible. De eso, nada. Se fue a pique y se llevó por delante a dos de cada tres personas que viajaban a bordo porque no contaba con suficientes botes salvavidas.
Las terribles consecuencias del naufragio persistieron muchos años después. Así, en 1997, estrenaron Titanic, dirigida por James Cameron, un pastel inacabable, un empacho de azúcar de tres horas, que se llevó no sé cuántos premios Oscar, una injusticia flagrante. La última noche del Titanic, de 1958, de Roy Ward Baker, es mucho mejor, a dónde vamos a parar.
¿Cuántas veces no se ha comparado Barcelona con el RMS Titanic? He perdido la cuenta. La primera vez fue, creo no equivocarme, cuando la movida madrileña. Barcelona, que siempre había sido un centro cultural de referencia, dejó de serlo. Había desaparecido esa burguesía catalana dispuesta a patrocinar el arte, las ciencias y la cultura en general y también esos movimientos proletarios, muchos de ellos con raíz anarquista, que tanto habían hecho en el campo de la cultura popular, a la que no hay que confundir con el folclore, que es cosa de viejas. A todas luces, Madrid había tomado el relevo.
No sé hasta qué punto la movida madrileña fue un espejismo, como afirman algunos, pero la Barcelona olímpica no aportó nada nuevo ni significativo en el poso cultural que permite que una ciudad florezca y destaque a largo plazo. Lo único que provocó es un acelerón en las obras de la Gran Mona de Pascua, la Sagrada Família, un decorado de cartón piedra para turistas, un falso histórico de antología. Tanto es así que en la exposición que el Museo de Orsay en París dedica a nuestro querido Gaudí se niegan a incluir en su legado arquitectónico esa Disneylandia hortera y cursi. Pero es lo que hay. Barcelona ha cambiado la cultura por la industria turística y la burguesía ya no es lo que era.
La Barcelona olímpica dejó tras de sí en herencia un vacío tremendo. No hemos sabido llenarlo, no supimos aprovechar la ocasión. Eso fue en 1992, hace treinta años, y seguimos viendo como la vía de agua no hay dios que la detenga y esto se hunde. A modo de ejemplo, el 90 % de las editoriales, grandes o pequeñas, en lengua española tenían su sede en Barcelona en 1992; hoy, no llegan al 50%.
¿Cuándo se abrió esa vía de agua? A mi entender, cuando el pujolismo se opuso a que Barcelona, como hoy Madrid, fuera una metrópoli, algo que el maragallismo no supo, no quiso o no pudo impedir. Después del affaire de Banca Catalana, la izquierda de nuestro país arrastra un complejo de inferioridad y un síndrome de Estocolmo que ha facilitado en gran medida el auge del procesismo, que es un torpedo bajo la línea de flotación del futuro de Barcelona, que, si bien ya no era creadora de nada, al menos vivía muy bien de las rentas.
Desde entonces, un nacionalismo neoliberal en lo económico, carca en lo ideológico y populista en lo político, con mucho corrupto al volante y muchos tics de la extrema derecha de toda la vida tapados bajo la bandera, ha hecho todo lo posible para arrebatar a Barcelona ese barniz moderno y cosmopolita y sustituirlo por un folclore provinciano carente de interés. También ha impedido que el voto de un barcelonés valga lo mismo que el voto de cualquier otro catalán, lo que ha tenido consecuencias a largo plazo.
Quienes podrían haberlo impedido, simplemente, no lo han hecho. La amonestación vale tanto para esos empresarios que cerraban el pico ante el destrozo como para esa izquierda supuestamente guay, pero desprovista de fondo, que ha reído las gracias del procesismo, y no miro a nadie, Asens y compañía.
Mientras tanto, ya hay quienes abandonan el barco, aunque Badia ha tenido que dejar el salvavidas de funcionario porque se notaba mucho que se había colado antes de tiempo.