Fue el Sant Jordi más raro que se recuerda. Llovía. Dejaba de llover. Salía el sol. Volvía a irse. Llovía de nuevo. Hasta granizaba (dos veces). De repente, soplaba un viento del copón bendito que amenazaba con hacer volar los toldos aprobados por el ayuntamiento, que parece que no eran muy resistentes a las inclemencias del tiempo. Se mojaban los libros, causando a libreros y editores unas pérdidas que ahora habrá que compensar con dinero público. La súper isla libresca funcionaba más o menos, aunque el tráfico se resentía y, para controlarlo, los comunes habían echado mano no de la guardia urbana, sino de unos extraños auxiliares a los que se había provisto de un chaleco amarillo y de un silbato para que se las apañaran como pudieran con los coches en los semáforos (el del cruce de Valencia con el Paseo de Gracia, que es el que yo vi de camino a la parada de mi editora, era un espectáculo aterrador que no acababa con el atropello de los citados auxiliares de milagro). Los paseantes, a todo esto, parecían ajenos al descontrol, a los cambios climáticos y a la jornada mayormente desapacible: a los barceloneses, que somos de natural obediente y gregario, si nos dicen que hay que echarse a la calle a por un libro y una rosa, lo hacemos sin rechistar y con un entusiasmo aparente digno de encomio.

Reconozco que nunca me ha gustado el Día del Libro. No es por hacerme el listo, pero se me antoja una muestra de hipocresía colectiva muy notable. Suelo pasarlo fuera de Barcelona o encerrado en mi zulo del Eixample, pero este año tenía novedad y no podía hacerle el feo a mi editora de quedarme en casa, así que --tampoco sobreactué-- me presté a hacer como que firmaba libros durante una horita (afortunadamente, después de las granizadas). Los libros no se habían mojado, pero mi editora tuvo que agarrarse al toldo en varias ocasiones para evitar que saliera volando por culpa del vendaval. Yo diría que, entre los toldos voladores y los auxiliares tocando el pito, el ayuntamiento se lució, pero cuando ya no esperas nada de alguien, nada de su actitud te sorprende. Y, además, los comunes habían conseguido (casi) enternecerme con lo de esa cabina telefónica en Horta-Guinardó reciclada en centro de intercambio de libros, aunque mi alegría duró poco, pues la cabina en cuestión ha tardado exactamente cuatro días en ser vandalizada por una pandilla de bestias cuyos motivos no acabo de entender: si no te interesa la literatura gratis, con no acercarte por la cabina en cuestión, estás al cabo de la calle. ¿Es necesario tomarse la molestia de ir hasta ella y dejarla hecha unos zorros? ¿Es esa la actitud adecuada en una ciudad cuyos habitantes aman profundamente la literatura, aunque solo un día al año?

Ante las compensaciones a libreros y editores por los libros echados a perder por la lluvia, se imponen dos actitudes: la de los que están a favor porque a la cultura hay que apoyarla y ayudarla; y la de los que consideran que los desastres del pasado sábado son equiparables a las de los campesinos a los que el granizo echa a perder la cosecha y que, en ambos casos, que se apañen con las pérdidas los respectivos colectivos. Yo no sé muy bien qué opinar. Por un lado –tengo amigos entre libreros y editores--, me alegro de que puedan reponerse económicamente de sus desgracias. Por otro, no sé hasta qué punto tiene uno derecho a indemnizaciones en casos de fuerza mayor como la lluvia o el granizo, claros desastres naturales. Lo que es indudable es que, dándose prisa en aprobar las compensaciones con dinero público, se evitan preguntas molestas sobre el criterio a la hora de elegir los tenderetes o el fichaje de auxiliares con silbato para evitar que los coches se lleven por delante a los transeúntes (aunque me dio la impresión de que se conformaban con arrollar a dichos auxiliares).

En fin, todo podría haber salido peor. Solo hubo tres heridos (en el desplome de un tenderete). Los responsables de La Central dicen haber perdido 50.000 euros. Edhasa regaló ejemplares mojados. Y hasta puede que no haya mal que por bien no venga, pues se habla de un segundo Día del Libro a celebrar en verano. Teniendo en cuenta que el Sant Jordi es un mal menor para una sociedad en la que casi mitad de la población no lee nada nunca, igual no es ninguna tontería celebrar el Día del Libro dos veces al año: a veces el fin justifica los medios.