Viernes 30 de abril. El pleno del Ayuntamiento de Barcelona cuestiona al Gobierno central por el caso del llamado Catalángate. Se apuntan al bombardeo los de siempre y los Comunes de Ada Colau que, por lo visto, no son conscientes de que cuestionan al gobierno del que ellos mismos forman parte. No es el único caso de inconsciencia. Horas antes, ERC había dado muestras de una clara zafiedad analítica al votar “no” a las medidas que contribuyen, entre otras cosas, a rebajar el precio de los combustibles, con la excusa, y nunca mejor dicho, del supuesto caso de espionaje.

Vale la pena recapitular. Que los espías espían parece cosa de cajón. Para eso están. Lo malo de los servicios secretos españoles es que espían mal. En este caso se supone que espiaron a los prendas que intentaron segregar de España a un fragmento de su territorio declarando una efímera independencia, y a los que, poco después, se dedicaron a quemar contenedores y destrozar el centro de Barcelona. Que los espías eran unos chapuzas quedó claro cuando no fueron capaces de detectar ni siquiera el movimiento de las urnas del mal llamado “referéndum” del 1 de octubre, de cuya validez sólo están convencidos los propios organizadores.

Pero hay más. Los datos del Catalángate proceden de un tipo llamado Elies Campo Cid, independentista de convicción y vinculado a Tsunami Democràtic. Es decir, son perfectamente cuestionables porque son versión de parte. La información se publicó en The New Yorker, una revista que es conocida, sobre todo, por haber publicado excelentes relatos de ficción. También reportajes. Lo que está en cuestión no es pues el medio donde se publicó sino la fuente de la información. El tal Elies.

Los independentistas, cuya afición a utilizar a los mossos (la brigada conocida como los Mortadelos) para investigar a los demás está perfectamente acreditada, han decidido que entre la palabra del Gobierno español (que habría quedado mejor dando explicaciones serias) y la de un pájaro afín al carlismo-leninismo, la que vale es la segunda. Es lo que corresponde a quien anda por el mundo basándose más en las propias creencias que en los hechos. Las creencias, como bien saben los creyentes de todo tipo, son eternas e inmutables; los hechos, en cambio, son muy suyos y exigen comprobaciones. ¡Vaya trabajo! Mejor la fe en los dioses y las patrias, que permiten hacerse cargo con prontitud y sin esfuerzo de quién tiene razón y de quién no la tendrá nunca.

Dicho esto: lo único que no se puede tolerar en un espía es que lo descubran. Si el CNI espió a los más de 60 independentistas sin autorización judicial y lo han pillado, sus responsables deberán pagar por ello. Pero habrá que probarlo. En 1985, el Gobierno de Felipe González expulsó a varios miembros de la CIA estadounidense, destinados a la embajada en Madrid, que pretendían espiar la vida privada del entonces vicepresidente Alfonso Guerra, con el ánimo de disponer de material para el chantaje. Se tuvieron que ir porque los descubrieron. Que espiaban lo sabía perfectamente el ejecutivo español, a través de los agentes de enlace.

El caso actual permite darse cuenta de un par de cosas más. La primera: los liberales (supuestamente Ciudadanos) no han puesto el grito en el cielo en este asunto, pese a que se supone que son los verdaderos defensores del derecho a la intimidad individual frente a las intromisiones del Estado. Debe de ser que sólo creen que se atenta contra las libertades si se les investiga a ellos, pero no si se hace con los rivales. La segunda es la escasa capacidad de análisis político de ERC, sólo comparable a la del PP. Ambos partidos se apuntan, con Vox, a mezclarlo todo: los impuestos y los jueces, los espías y la gasolina, los idiomas y los peajes y el sexo de los ángeles. Todo vale con tal de provocar el desgaste del rival.

Lo verdaderamente grave, con todo, no es que estos partidos tengan estos comportamientos. De hecho, los nacionalistas (españoles o catalanes, rusos o ucranianos) basan su visión del mundo en el sentimiento patriótico, pero la izquierda se supone que es partidaria del racionalismo frente a las emociones. Que los Comunes, con Podemos, se apunten al discurso de la emotividad nacional que todo lo deforma es otra muestra de su desorientación. Y luego se quejan si, como en Francia (o en Andalucía), los votantes no se reconocen en sus proyectos y deciden quedarse en casa.