A estas alturas, y a pesar de la capitalización de la cumbre de la OTAN en Madrid, parece bastante claro que la política exterior no es el fuerte de Pedro Sánchez. Los jefes de Gobierno españoles se han dejado deslumbrar siempre por las relaciones internacionales, pero de todos ellos solo Felipe González consiguió consolidar un perfil más allá de nuestras fronteras.

Da la impresión de que Sánchez tropieza obstinadamente con Marruecos, primero con un giro respecto del Sahara sorprendente y nunca explicado que por más razonable que pueda ser ha sido interpretado como una cesión extemporánea, y ahora con la metedura de pata de Melilla.

La actuación de la Gendarmería marroquí no fue razonable en ningún momento, ni siquiera al principio del incidente porque las primeras noticias ya hablaban de brutalidad. Aunque hubiera sido la policía española y el presidente se sintiera obligado a darle respaldo institucional, nunca debió hablar de algo "bien resuelto". Pero, sobre todo, debió rectificar de forma clara y personal, pese al riesgo que suponía frente a la susceptibilidad de Rabat, a estar en puertas de la cita atlántica y a la cercanía del tropezón de las elecciones andaluzas. 

Sánchez está mal aconsejado, en caso de que se deje aconsejar, si alguien le sugirió que se pusiera de perfil en la confianza de que el tiempo lo arreglaría todo. La oposición, empezando por el PP, y sus socios de Gobierno no paran de recordar el disparate.

“Nunca cometemos errores” parece ser la consigna del Gobierno. Hasta el punto de impedir que la ministra Irene Montero sorteara –o no-- las preguntas de los periodistas que trataban de obtener declaraciones críticas de la dirigente podemita tras el Consejo de Ministros del lunes a propósito de Melilla. No lo hizo en la Moncloa, pero sí después ignorando incluso la investigación de lo sucedido que ha abierto el Defensor del Pueblo.

También ha brindado una nueva oportunidad a la alcaldesa de Barcelona, quien el mismo lunes aprovechó su coincidencia con el presidente del Gobierno en un acto de la patronal Pimec en el Camp Nou para pedirle explicaciones sobre los sucesos. Ada Colau, como Pere Aragonès, quisieron ponerse una medalla demagógica a costa de los jóvenes subsaharianos que trataban de llegar a Europa y del secretario general del PSOE. Hasta la omnipresente Laura Borràs ha querido astillar algo de este asunto para recomponer su deteriorada imagen.

Al presidente le está bien empleado porque en lugar de enviar al ministro de Exteriores a enmendar su fallo debía haber aprovechado la primera ocasión que tuvo para rectificar de forma abierta y creíble. Solicitar el apoyo de EEUU para que Rabat deje de usar la migración como arma diplomática no le obligaba a dar una palmadita en la espalda a la policía marroquí.