El Ayuntamiento de Barcelona ha anunciado un nuevo esfuerzo en la lucha contra el botellón, de manera que las sanciones puedan endurecerse y pasar del máximo actual de 100 euros por molestar a los vecinos al tope de 600€ si el bebedor es reincidente y el incordio puede considerarse grave.
Para conseguir sus objetivos, la Guardia Urbana podrá aplicar la ordenanza municipal de convivencia o bien la ley de seguridad ciudadana del 2015 aprobada por el PP –también conocida como ley mordaza-- en función de las características del delito y, sobre todo, de la insistencia de sus autores.
Llama la atención que el consistorio presente este positivo cambio en la operativa policial en pleno agosto y con la alcaldesa y sus colaboradores más cercanos de Barcelona en Comú de vacaciones.
Sorprende aún más que el teniente de alcalde encargado de dar la cara, Albert Batlle, lo haga exhibiendo estadísticas que contradicen la sensación creciente de inseguridad en la ciudad. Resulta que en los primeros cinco meses de 2022 la tasa de delincuencia de Barcelona ha bajado un 23% respecto al mismo periodo de 2019, un año récord. De la misma forma, en julio pasado las llamadas al número de emergencia 112 han caído un 27% en relación al mismo mes del 2021.
Pero bien está lo que bien acaba, se disimule como se disimule. Y si la cúpula del ayuntamiento necesita discreción para endurecer el castigo al gamberrismo callejero –entendemos que es a eso a lo que se refieren cuando hablan del botellón--, pues que se esconda todo lo que quiera.
Lo que no puede ocultar por más que se empeñe es que la realidad le obliga a entrar en razón y escuchar las quejas de los ciudadanos que sufren los efectos del turismo de borrachera que se extiende por toda Barcelona, maximizados en un verano de temperaturas tórridas que obliga a mantener las ventanas abiertas.