Como todo el mundo sabe, lo más importante de la concentración convocada por Escuela de Todos el domingo pasado en Barcelona no estaba en el número de movilizados, sino en la defensa de un derecho. El desprecio a las minorías se ha convertido en algo habitual en Cataluña. Los hechos del otoño de 2017 fueron la máxima demostración de ese atropello, pero sigue presente en el día a día.
¿Qué pedían los que fueron al Arco del Triunfo? Que el castellano también sea vehicular en la enseñanza, ni siquiera en términos de igualdad con el catalán; al menos, en el 25% de las clases. Pese a que el nacionalismo ha convertido el idioma en el eje vertebrador de la identidad catalana, hay personas que aun y respetando el catalán quieren que el castellano reciba un trato propio de lengua oficial, no extranjera. Y que sea incluido en los programas de estudios de la escuela pública, algo a lo que tienen pleno derecho. Son castellanohablantes y no quieren ser ciudadanos de segunda. ¿Dónde está el problema? ¿Dónde la amenaza para el catalán?
Un artículo de Irene Vallejo recordaba unas horas antes de la manifestación un párrafo del Discurso fúnebre en el que Pericles se enorgullecía de la tolerancia como virtud política de Atenas frente a Esparta: "En el trato cotidiano, no nos enfadamos con el prójimo si vive a su gusto ni ponemos mala cara, lo que no es un castigo, pero resulta penoso”. Y decía la autora de El infinito en un junco que esa frase era “tal vez la más antigua expresión del deseo de ser quienes somos sin que nadie nos mire con desprecio”.
Me acordé del artículo viendo a la gente en el paseo Lluís Companys, gente que llevaba pancartas defendiendo el catalán y el castellano escritas en los dos idiomas, que apelaba a la enseñanza sin discriminaciones, que simplemente reclamaba un derecho sin atacar a nadie.
Caí en la cuenta de que casi no había jóvenes, y pensé que si el uso del castellano en los pasillos de los institutos y de las facultades no está bien visto por el profesorado, solo un chico muy forofo sería capaz de significarse en su defensa públicamente. Justo lo contrario de los catalanohablantes, convencidos de que defienden una causa justa y bien vista por su entorno.
Por eso, los días previos casi todos los medios catalanes que se hicieron eco de la convocatoria recordaban la presencia de Santiago Abascal, una manera poco sutil de amedrentar a quienes hubieran pensado acudir –“¿no serás de Vox?”--, además de insistir en la presunta asistencia de manifestantes de toda España. (Como siempre, España contra Cataluña.)
La ausencia forzada del PSC, cómplice de la última ridiculez de la Generalitat para burlar a los tribunales, terminaba de dibujar un ambiente tan hostil que, aun estando de acuerdo con el fondo de la protesta, convertía en una heroicidad el ejercicio del derecho de manifestación.
El lunes, los diarios informaron del acto de forma discreta, destacando la escasa concurrencia y el papel Vox, como si hubiera sido el convocante. Llamaba la atención que nadie dijera ni una palabra de la justicia –o injusticia-- de las reclamaciones; y también la intención manifiesta de minimizar la protesta, que no es otra cosa que la mirada de desprecio de una sociedad que se proclama democrática, pero que no tolera al diferente, sobre todo al que no quiere esconderse, al que no baja la cabeza.