Siempre me han llamado la atención las modas y lo que estas implican. En el siglo XVIII, los hombres de la alta sociedad, de la nobleza, vestían con casaca, medias y zapatos de tacón. También se maquillaban y tapaban sus cabezas, a veces con pelo y otras sin él, con largas pelucas de color blanco. Este era el concepto de masculinidad, huelga decir que totalmente distinto al que impera hoy en día. Los zapatos de tacón, salvo raras excepciones, se consideran propios de las mujeres y los peluquines, un lejano recuerdo del tío Eustaquio, el del pueblo, que, mientras dormía, lo colgaba del perchero de su cuarto siempre ordenado y demasiado austero.
Hace unos años, Inditex sacó una campaña publicitaria en la que las modelos vestían de color lila. Algunos vestidos eran más largos y otros más cortos, unos con hombreras y otros sin ellas, pero todos lilas. Y las adolescentes, en manada, acudieron raudas a las tiendas para hacerse con alguna prenda de este color. Las calles, incluso las del Raval, adquirieron súbitamente una suerte de similitud con la Provenza francesa y sus campos de lavanda. Sin duda tenía su encanto. Todo siguió así hasta que terminó la temporada. El lila desapareció y dio paso a otro color. El naranja, creo que fue. Y las adolescentes repitieron la misma operación.
En cualquier caso, eran modas inofensivas. Su único peligro consistía en la posibilidad de torcerte un tobillo caminando con tacones o ser confundida con tu amiga si ambas llevabais la misma camiseta.
Pasó el tiempo y surgieron otras más problemáticas. Modas en las que, si decidías subirte al carro de la homogeneidad, podías correr riesgos. Algunos más leves, de consecuencias futuras, como llamar a tu hijo Kevin. Y otros más inmediatos, como el tatuaje totum corpus o el piercing en la lengua.
Pero todo cambia. Y actualmente la moda puede llegar a ser muy peligrosa, ya que, en algunos supuestos, puede incluso llevarte a la muerte. Ejemplo paradigmático son los autodenominados “cyborgs”, personas que, por su propia voluntad, deciden injertarse en su cuerpo algún objeto electrónico. En Barcelona hay varios. Y de vez en cuando puede vérseles paseando por el Born.
Es el caso de Neil Harbisson, activista, como él se define, de los derechos de los “cyborgs”, un movimiento que aboga por incorporar al cuerpo humano elementos tecnológicos con capacidad de modificar el funcionamiento del cerebro. En sus palabras: “Yo me identifico como cyborg porque soy un organismo cibernético”, “para vivir mejor no hace falta modificar el planeta, sino cambiarnos a nosotros mismos” o “reclamo el derecho a ser un cyborg”.
Pues bien, dejando a un lado las valoraciones subjetivas acerca de estas delirantes manifestaciones, modas de nuestro tiempo, vigorosos deseos de llamar la atención, un servidor, que aún no ha comenzado su proceso de conversión en organismo cibernético, quisiera recordar unas cuantas cosas a quienes encabezan este tipo de movimientos.
Tanto el Sr. Harbisson como los demás que sigan sus pasos tienen todo el derecho del mundo a sentirse cyborgs y pedir a su familia y amigos que les traten como tal y que, por Navidad, en vez de una caja de bombones, les regalen un cable para enchufar su cerebro a la corriente. Es totalmente legítimo. Aunque también lo es la decisión de su amigo Paco de negarse a hacerlo y no cogerles el teléfono nunca más.
También puede usted sentirse dragón de Komodo y pintarse el cuerpo gris. Hipopótamo y recorrer las calles a cuatro patas. O decidir que, a partir de mañana, cuando se despierte, será un aloe vera, una piedra pómez o un tomate cherry. Por fortuna, salvo que usted intente exprimir su jugo con violencia sobre otra persona, la ley no se lo impedirá. Es usted libre de sentirse lo que desee.
Lo que no puede pretender es que la ley ampare sus desvaríos y, sobre todo, que obligue a los demás, en su perjuicio, a soportarlos. O peor aún, que el Estado le subvencione o que, con el dinero público, que es de todos, se financien campañas para fomentar que los más jóvenes, aún a sabiendas de que existen riesgos manifiestos para su vida y salud, se injerten en el cráneo unas aletas, unas placas solares o una antena. Si usted quiere hacerlo, adelante, siempre que sea con su dinero y bajo su responsabilidad.
Una vez dicho esto, la conclusión, a mi juicio, es que algo (o puede que más) no va bien. Sin duda, no lo estamos haciendo bien.