La política ha llegado a una situación –y siempre es susceptible de empeorar—en la que todo es posible. Las fuerzas políticas se transforman, a partir de una evidente degradación. No se trata de que el componente ideológico se haya dejado a un lado –que también—sino de una falta de compromiso y de personalidad de los dirigentes. Claro que la política, --los partidos—son un reflejo de la sociedad. Y no se podrá pedir nada a los representantes de la cosa pública si uno no se exige lo mismo. El peligro para el conjunto de una sociedad es que prime la resignación, el ya nos va bien, el para qué cambiar cuando no se sabe qué elegir. Y eso es, precisamente, lo que podría pasar en Barcelona, es el peligro que corre la ciudad ante la falta de estímulos que nos lleven al optimismo, a la valentía del cambio, a pensar que la capital catalana y la segunda ciudad de España puede dar mucho más de sí, y con ella todo un país, si tenemos claro que es el gran motor de Cataluña.

En Barcelona se concentran ahora todas esas resignaciones y algunas ambiciones que aspiran, únicamente, a reivindicarse socialmente. Este último caso es el de Sandro Rosell, al que no se le conocen muchas ideas sobre cómo debe gestionarse una ciudad. Rosell necesita el cariño social que una campaña electoral le puede aportar, después de un caso judicial desgraciado.

En cuanto a las resignaciones, el peligro es que se instale la sensación de que la alcaldesa Ada Colau pueda repetir con alguna fórmula de pacto con ERC, o que los comunes puedan seguir –ya sin Colau—con un acuerdo con el PSC de Jaume Collboni. ¿Habría un cambio sustancial en esos dos casos? ¿Se generaría una verdadera ambición para llevar Barcelona a lo más alto y con ella toda Cataluña?

Lo que existe es una batalla en el seno del independentismo, que es tanto como decir el nacionalismo, si lo comparamos con los últimos decenios. Es una lucha por esferas de poder, con excusas que resultan ciencia ficción para quien lo quiera analizar con la máxima frialdad. ¿De verdad alguien racional y con los pies en el suelo puede tomarse en serio el Consell de la República de Carles Puigdemont, o puede pensar por unos minutos que se debe emprender un embate democrático contra el “Estado” español?

Existe resignación ante los debates que plantea el independentismo y también respecto a las batallas que presenta Ada Colau, que nunca se responsabiliza de ningún problema y que cabalga a lomos de algunos mantras que no se pueden poner en duda, como la necesidad de reducir la contaminación en la ciudad o la de construir más vivienda social. Existe resignación ante la posibilidad de que Colau pueda ser, de nuevo, alcaldesa, cuando con los números en la mano, los que ofrece el propio barómetro de la ciudad, la idea que debería imperar es que quedará lejos de la primera posición.

Cuando se instala esa falta de altura miras, las ciudades entran en una lenta decadencia. No es perceptible a corto plazo, pero es inexorable.

A quien le correspondería levantar la bandera de la ambición, del rechazo a la resignación, es a los socialistas, porque fueron ellos los que llevaron en su momento a Barcelona a lo más alto. Y no se trata tanto del candidato, --lo será Jaume Collboni, que no ha dejado de trabajar en los últimos años para conseguir algunas victorias de mucho valor—como del proyecto político, sin cálculos interesados en función de otras combinaciones para dirigir otras administraciones.

Barcelona no debe estar sujeta a intercambios con el gobierno de la Generalitat. Ahora, hoy, el gobierno de la ciudad es mucho más importante que una administración autonómica que el independentismo ha degradado hasta lo más bajo. Comienza el baile hasta las elecciones municipales de mayo de 2023. ¿Habrá resignación hasta ese momento?