Barcelona está sucia. Es un hecho. Sus calles se ven sembradas de latas, basuras, hojarasca, papeles, orines y otros productos biológicos (sobre todo de perros). Los contenedores para recoger la basura están muchas veces llenos y a su alrededor se amontona casi de todo. Hay un asociación que se denomina Anti-Colau que se dedica a fotografiar porquería crónica en las calles de todos los distritos. En esto, el consistorio no discrimina: todos están sucios. Las críticas a la alcaldesa se comprenden, después de todo es la responsable última de que el servicio de limpieza no funcione. O si se prefiere: de que no funcione de forma suficiente. Es posible que se limpie e incluso que se limpie mucho; pero de todas todas, haría falta más limpieza y mejor hecha. Es frecuente ver que ha pasado un camión regando y que, en vez de limpiar, lo que deja es un rastro de barrillo. O que los camioncillos de limpieza no tienen inconveniente en moverse por las aceras y las plazas, aceras y plazas que, cuando se van, se encuentran en casi el mismo grado de suciedad.

Por si alguien quiere un ejemplo: en la plaza del Centro, junto a la zona reservada para que jueguen los niños y en el paso hacia el metro, hay un árbol en cuyas ramas se instalan cotorras y palomas. Sus defecaciones llevan en el suelo semanas y semanas, pase o no pase el camión de la limpieza. Cuando se habla de esto a los miembros del consistorio, replican que se trata de impresiones, sin base real. Aseguran que Barcelona está más limpia de lo que dicen los barceloneses. Pero lo cierto es que los barceloneses ven la ciudad sucia, como demuestra el último barómetro municipal, que coloca el problema de la limpieza en segundo lugar, por encima incluso del acceso a la vivienda.

Los vecinos del Raval denuncian el problema de la suciedad del barrio / CEDIDA

Los vecinos del Raval denuncian el problema de la suciedad del barrio / CEDIDA

Sin embargo, es una obviedad que, sin restar responsabilidades a la alcaldía, hay un hecho clave: hay muchos barceloneses que se comportan como unos guarros. La basura que hay en las calles no la pone la alcaldía, aunque tampoco la quite con la frecuencia necesaria. Lo de que algunos (muchos) barceloneses tienen comportamientos cochinos no lo dice ninguna fuerza política que quiera gobernar Barcelona porque sería muy poco diplomático. Parece insensato llamar a alguien cerdo y luego pedirle el voto. No. Se estila más el elogio, por injustificado que esté. De modo que el resultado es decir que la ciudad está hecha un desastre por culpa exclusivamente del consistorio, pero no culpar al que la enguarra.

Que la derecha se dedique a exacerbar las bajas pasiones y afirmar que la gente que vive en Barcelona, sobre todo si es indígena, es la mejor, la más limpia y modelo de sonrisas y convivencia tiene mucho de comprensible. El chauvinismo da buenos resultados, por grosero que sea. Ahí están Vox y su versión catalanista, Junts per Cat, clamando que si sólo estuvieran ellos, el territorio (España para unos; Cataluña, para los otros) sería el paraíso e incluso mejor. Que la izquierda (o lo que quede de ella) se sume al carro del elogio al ombligo resulta menos comprensible. La izquierda no se caracterizaba (o pretendía no caracterizarse) por discursos demagógicos. No aspiraba a adaptarse a lo que pidiera la masa sino a hacer que la masa pensara de forma crítica y autocrítica y, si era conveniente, modificara sus conductas. Eso ya no pasa. Si Ortega viviera hoy y fuera barcelonés podría reescribir su España invertebrada y titularlo más modestamente Barcelona invertebrada. Para el filósofo, parte de los problemas de convivencia derivaban del hecho de que las masas tendían a copiar los valores de las élites. Pero hoy, ¡ay! las élites parecen sólo extractivas y sin valores. Los dirigentes de los grandes partidos se dedican a insultarse y descalificarse; no sirven como modelo de conducta. Los de los pequeños, que iban a cambiar estos comportamientos, los imitan.

También están las otras élites, las que proponen los medios de comunicación de masas (la televisión sobre todo), aunque más que élites son un esperpento: desde Ortega Cano hasta Tamara Falcó; de Joan Laporta a Neymar. En otros tiempos estos tipos hubieran sido expuestos como ejemplo de lo que no hay que hacer: aberraciones
morales. Hoy son presentados como triunfadores, dignos de ser imitados. Gentes entre cuyos valores no está el trabajo, la solidaridad y ese sentimiento de dignidad que se desprende de vivir en un entorno limpio y compartido. Y luego algunos se quejan de que la ciudad esté sucia. Pero no lo está sólo por la basura física, también ofrece un
lamentable paisaje moral.