El debate de la semana pasada en el patio del CCCB, que estaba lleno para escuchar a los pensadores Yuval Harari y Rutger Bregman, dejó como titular las palabras del holandés: "El peor slogan de la izquierda es el decrecimiento". Es una gran noticia que un referente intelectual progresista como él rechace convencer al votante de que menos es más. Preocupa, sin embargo, que ofrezca como argumento lo poco que vende el minimalismo. Obviamente. También, que tenga que decirlo en voz alta, porque indica que hay políticos tentados de darle una oportunidad al decrecimiento, aunque callen.
Los maltusianos, que son por derecho propio una Iglesia de los Santos de los Últimos Días, anuncian a cada generación que el mundo va a morir de éxito, solo para levantarse por la mañana y ver que sus previsiones se han ido al garete. El motivo es que las hacen pensando en los medios disponibles en el presente, sin tener en cuenta que, al menos desde hace un par de siglos, los medios del futuro son siempre considerablemente mayores. Quienes mejor explican el error son los racionalistas críticos de Popper, con el viejo apotegma del niño que viene con el pan bajo el brazo: toda persona es creativa y muy capaz de dejar el mundo un poco mejor de como lo encontró.
El crecimiento económico no es un mecanismo ideado para atender los caprichos de una sociedad antojadiza, sino la base del bienestar. Max Rosser, el creador de Our World in Data, encabeza un numeroso grupo de investigadores que se dedican a entender, a través de los datos, cómo es posible el progreso en todos los frentes abiertos que tiene el planeta: pobreza, enfermedad, hambre, cambio climático, guerra, riesgos existenciales y desigualdad. Rosser ofrece una definición del crecimiento que explica muy bien el motivo de su efecto en nuestro nivel de vida: "El crecimiento económico", dice, "es un aumento en la cantidad y calidad de los bienes y servicios que produce una sociedad".
La invención de la imprenta hizo que elaborar libros fuera mucho más fácil y que, por lo tanto, la adquisición de un ejemplar estuviera al alcance de muchos más compradores. Lo mismo vale para cualquier otra mejora que la creatividad introduzca en el proceso productivo. En 1800, un obrero con unos ingresos medios tenía que trabajar seis horas para pagar una hora de luz. En 2011, medio segundo de trabajo pagaba lo mismo. Si nos remontamos al pasado más remoto, antes del siglo XIX, veremos a nuestros ancestros cortando leña durante 10 horas para lograr un resultado peor, en calidad y en duración.
Medido como incremento de los ingresos reales, o sea, la relación entre lo que uno gana y lo que puede comprar con esa cantidad, el crecimiento implica que los bienes y servicios se vuelven más asequibles y, por lo tanto, la gente es más rica. Como subraya el investigador oxoniense, si sus colegas economistas están siempre tan atentos a esta medida de la prosperidad es porque, gracias al crecimiento, las personas ven multiplicada su capacidad de elección.
Dijo Bregman en el CCCB que resulta difícil asumir la idea del decrecimiento y que lo más importante es cómo se puede crecer desde otros ámbitos, como el espiritual o el intelectual. Me gustaría pensar que no solo se refiere a la dificultad de proponerle al votante de izquierda que elija vivir peor, sino también a que hay un vínculo entre cualquier otro tipo de crecimiento y el económico. Para quien no crea en el progreso (no en que sea inevitable, sino posible), baste recordar que una madre perdía tres niños de media en 1800, dos en 1850 y uno en 1900. Hoy, la muerte infantil es extremadamente rara en los países desarrollados. No parece muy difícil decidir quién crece más en todos los sentidos y es más feliz, si alguien que ve a sus hijos sanos y puede permitirse pagar el recibo de la luz, o alguien que no.