Solo por detrás del negacionismo, la versión apocalíptica del cambio climático es la idea más perjudicial para combatirlo. Aparte de minoritaria y poco sólida, la idea resulta perniciosa porque provoca como respuesta la apatía o el acto desesperado. Por ejemplo, los recientes ataques a obras de arte, que no han llegado todavía a Barcelona, pero no tardarán, considerando que no nos faltan ni museos ni activistas. Destruir lo más valioso que se posee es el gesto último de desesperación de quien se ha quedado sin opciones y por eso es tan importante saber que, ni nos hemos quedado sin opciones, ni ese gesto conduce a nada.
Coincidiendo con la desesperación de la Gran Guerra, Marcel Duchamp competía con otros creadores por poner el arte a tono con los tiempos. Su plan, que ha resultado ser el más influyente, consistió en colocar un urinario producido industrialmente sobre una peana, a modo de escultura, y cortar así todos los lazos sentimentales con el pasado, exponiendo además a sus compañeros vanguardistas que no le siguiesen como hipócritas. Después, añade Taruskin, si el público elige pasear a su alrededor y contemplarlo como una escultura, el objeto se convierte en arte. Un concepto no muy diferente, a veces, del moderno "me gusta" de las redes sociales, donde la aprobación cuenta tanto o más que el argumento. Terminada la Primera Guerra Mundial, hubo una esperable «vuelta al orden», reflujo neoclásico de influencia orteguiana, no exento de ironía, que convenció a antiguos rebeldes como Picasso y Stravinski. No duró. Para entonces, la idea de soltar amarras con el pasado se había impuesto también en política y los totalitarismos estaban encantados de sustituir el contenido por la adhesión como acto de la voluntad.
Entre ciertos discípulos de Duchamp, que son legión, lo que más ha calado es la parte del aplauso y muchos pasan sin trámites a la campaña publicitaria de alguna causa (o de sí mismos). Gracias a su productiva sinergia con críticos y comisarios, ellos se encargan después de enlazar las obras con la tradición romántica, y por tanto también vanguardista, del arte como filosofía, llenando volúmenes enteros con ocurrencias bien ocultas por el estilo oscuro y los precios nada populares. El equivalente de tales artistas en la política actual, a derecha e izquierda, son los ideólogos vendiendo lo que llaman su "relato", tan banal como increíble, diseñado solo para ver quién levanta el pulgar y quién no. Las ruedas de molino tienen la ventaja, desde el punto de vista sectario, de servir como pruebas de conformidad ciega. Los voceros de la catástrofe climática inminente usan previsiones extremas y nada plausibles mientras ignoran a propósito cifras relevantes, empezando por el descenso de víctimas de desastres naturales, para lograr que muchos se adhieran de manera incondicional a su tesis, a menudo tapadera de intereses ideológicos, sin leer la letra pequeña.
Estos zelotes, reconocibles porque lo primero que les viene a la mente como protesta es siempre la represión del placer ajeno, llaman negacionista no a quien rechaza el cambio climático y sus causas humanas, algo aceptado por la mayoría, sino a quien rechaza sus soluciones contraproducentes. En consecuencia (que no en buena lógica), arrojan tomate a un van Gogh, convencidos de que no hay nada más importante que la atención a su relato. Pero no es así. El nexo del arte con la moral no está en la absorción de aquel por causas espurias, sino, como explica David Deutsch, en el vínculo objetivo de ambos con el mundo. Como ciertos paladines del planeta no tienen mucho que ofrecer en cuanto a vínculo objetivo con el mundo, o sea, contenido, se dedican a ultrajar el de verdad, sin otro resultado que perjudicar, exhibiendo una de sus peores versiones, la causa que defienden.