Convivir no es fácil. Una prueba de ello son los montones de divorcios que se tramitan cada día en los juzgados. En los casos extremos, la convivencia degenera en violencia, no siempre previsible. Por ejemplo, por más que se pida a los poderes públicos que garanticen que no habrá robos o agresiones, que pueden llevar al límite de la muerte, esos actos son en general difíciles de prever. A lo sumo se puede establecer su frecuencia estadística, pero aún sabiendo que puede haber una pelea a la salida de una discoteca, es difícil saber en cuál de ellas. Los intentos de aplicar a la sociología la teoría de las catástrofes formulada en el pasado siglo por René Thom, han dado escasos resultados. Se puede combatir la violencia una vez producida, pero es difícil pedir a las fuerzas del orden que conozcan de antemano que se van a producir comportamientos violentos aislados, como el de la discoteca Brisas de Luxe. Que sea condenable no implica que sea previsible, aunque su repetición provoque una sensación de inseguridad que, sostienen los responsables policiales y políticos, es más subjetiva que objetiva.
Pero aun aceptando la tesis oficial de que Barcelona es una ciudad segura, lo que no cabe duda es que por sus calles no se puede pasear con tranquilidad. Y la seguridad y la tranquilidad son cosas diferentes. La responsabilidad es, seguramente, compartida: empieza en quienes se comportan de forma incívica y termina en unas autoridades que no han conseguido hacer calar el mensaje del respeto hacia los demás, sin dejar de lado la incapacidad de las fuerzas policiales para imponer un orden lamentablemente roto.
Moverse por Barcelona es muy difícil. Y hacerlo tranquilamente, casi imposible, al margen del modo de desplazamiento que se elija. Los distribuidores carecen de suficientes espacios de carga y descarga: se tensan porque emplean mucho más tiempo del previsible, lo que supone también una merma de sus ingresos. La falta de espacio les lleva a ocupar el reservado para otros transportes, sobre todo los carriles de autobuses y taxis. La consecuencia directa es que los tiempos de los trayectos se dilatan, con el consiguiente aumento de costes de TMB (el erario público, después de todo) y el mayor consumo de tiempo para los usuarios. Todos con prisas y los nervios disparados.
Pero los peor parados son los peatones. Para ellos, la tranquilidad del paseo ha desaparecido. Andar por las aceras despreocupadamente es hoy una insensatez. Te puede pasar de todo. Si la acera es estrecha, porque hay que estar atento a otras personas (además de a montones de máquinas allí aparcadas impunemente). Si la acera es amplia, te puede atropellar cualquiera de las bicicletas o patinetes que las utilizan para sus movimientos a toda velocidad. Y ¿qué decir de intentar cruzar una calle? Que haya un paso de peatones con o sin semáforo no es ya garantía de nada. La mayoría sigue respetando las normas, pero la minoría que no lo hace no deja de crecer de forma amenazante para los demás.
La política viaria del actual consistorio ha alterado radicalmente lo que, especialmente en el Eixample, era una tradición asumida: la dirección única del tráfico. No ha sido el equipo de Ada Colau quien ha roto la tradición, pero sí quien más calles ha convertido a la doble dirección, sobre todo para favorecer la implantación de carriles para bicicletas o para el transporte público. La idea era buena; el resultado, un desastre. Si antes para cruzar bastaba con mirar hacia un lado, ahora hay que mirar hacia todos: izquierda y derecha, adelante y atrás. Constantemente.
De modo que pasear por Barcelona resulta altamente intranquilizante y agudiza la tensión nerviosa. Deambular sin rumbo y sin atender al entorno se ha convertido en un peligro. Eso, para los que se pueden mover sin excesivas dificultades. Si el peatón tiene algún tipo de minusvalía o utiliza un carrito de la compra o lleva un cochecito para niños, sus movimientos exigen una atención total, cuando no se ve obligado a abandonar la acera porque ni cabe. La tranquilidad, a hacer puñetas.
Añádase a ello que las avenidas amplias tampoco son un refugio peatonal. El tramo más ancho de la Diagonal, entre Francesc Macià y la Rosaleda (parque de Cervantes), es patrimonio de biciclos de todo tipo. La Rambla y el paseo de Gràcia son solo para turistas; la Gran Via está dominada por el ruido de los coches y los parques (Montjuïc, la Ciutadella) son insuficientes para la densidad de población de Barcelona. De modo que la ciudad, segura o insegura, no es ya apta para el caminar tranquilo y menos si se va en compañía, porque bien puede ser que los motores que atruenan en las calles impidan una charla sosegada. A veces ni siquiera se oye lo que dice el acompañante.