El arte contemporáneo y un servidor de ustedes no nos llevábamos nada bien, y eso que quien escribe siempre ha sentido interés por el arte. Pero no congeniábamos. El problema era, ahora lo sé, el desconocimiento y la soberbia. Confundir lo que a mí me gusta con lo que es bueno, por ejemplo, es un acto de soberbia que a la larga se paga muy caro en esta vida. Pero un grupo de amigos y conocidos me fue introduciendo poco a poco en un mundo fascinante, y yo me dejé llevar, porque siempre se está a tiempo de aprender. 

Quién iba a decirme hace unos años que hoy iría por mi propio pie a ver una exposición de arte contemporáneo, por puro placer. Sin pillar todavía mucho de lo expuesto, de acuerdo, pero con muchas ganas de pillarlo, y no es otro el secreto ni puede ser otra la intención. Una amiga en particular me invitó a visitar la exposición de las obras del Museo de Arte Abstracto Español de Cuenca que estará en la Pedrera hasta principios del año que viene. «Los caminos de la abstracción, 1957-1978», se titula. La recomiendo, es maravillosa y tiene piezas estupendas. ¡Vayan a verla!

Está bien recordar que en una democracia liberal como la nuestra el gusto y el disgusto es una cosa, pero lo que debe hacerse es otra. Este sistema, el menos malo de todos los sistemas políticos conocidos, se basa en el derecho y el deber de razonar y argumentar tu postura política y en aceptar que los demás pueden razonar y argumentar en contra de ella, porque tienen otro punto de vista. El argumento emocional es inevitable, pero si se impone, se impone un acto de desconocimiento y soberbia, porque lo que te gusta no siempre es lo mejor.

A poco que te acercas al otro dispuesto a dialogar y discutir, amplías tu horizonte, sumas puntos de vista que no conocías, te ves forzado a razonar y criticar tu propia postura. Discutir viene de «discutere», que en latín significa disipar o resolver una duda o un problema, y por eso una buena discusión, civilizada y formal, es tan provechosa. Siempre desde una posición que te permita reconocer cuándo el otro lleva razón y por qué. El fundamento de la democracia es la consciencia de nuestra propia ineptitud, saber que podemos estar tan equivocados como cualquiera y que solo entre todos podremos sacar esto adelante.

Sin embargo, ah, amigos, veo mucho discurso sentimental, y sentimentaloide, mucha cursilería, que arroja la razón a un lado y prefiere los bajos instintos. De ahí surgen pecados que se pagan caro, más tarde o más temprano. Nos gusta creer que nadie antes hizo algo valioso como lo que hacemos nosotros. Falso. Cómo nos gusta emocionar, y emocionarnos con premisas sentimentales, de una simplicidad insultante, de las que nacen clasismos, racismos, sexismos, supremacismos, identitarismos, esencialismos, frentismos y muchos otros ismos que empiezan mal y acaban peor. En general, cualquier cosa que nos desvíe de un debate razonable tendría que ser puesta inmediatamente en cuarentena, aunque nos disguste.

Pero todos pecamos, todos, y este es también un asunto a considerar. A modo de ejemplo, a mí me puede gustar o disgustar que mi calle se convierta en una isla peatonal, por ejemplo, o que a partir de mañana recogerán la basura puerta a puerta, los días pares, el cartón y los plásticos y los impares lo demás. Qué sé yo. Pero que me guste o disguste no es lo importante. Desde mi postura política, la que sea, debo argumentar por qué sí o por qué no, porque no se trata de imponer lo que me gustaría, sino lo mejor posible. Mi oposición debería argumentar igual. Incluso sin llegar a un acuerdo, la decisión final será de mejor calidad.

¿Cuál es el problema? El problema es que no se sigue este proceso. Abiertamente y sin disimulo, se impone una calle peatonal, un nuevo sistema de recogida de basuras, el desmantelamiento de la sanidad pública o unas acciones que se saltan a la torera, la legislación vigente o lo que prefieran porque «me gustan», porque coinciden con ciertas ideas preconcebidas que tengo y soy incapaz de cuestionar o porque «los otros» me importan un pimiento. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra.

Nos comportamos como esos cretinos que se presentan ante un Rothko, un Miralles, un Reinhardt, un Pollock o un Miró y exclaman, tan soberbios como imbéciles, que eso lo hace mi niño de cinco años. Pues no, eso no lo hace tu niño, y tú, tampoco.