El pasado 3 de diciembre cerró sus puertas, tras 70 años en el tajo, el bar Jofama, sitio en la esquina de la calle Girona con la Diagonal. Pese a que los bares van cayendo como moscas sin que le importe a mucha más gente que la que los frecuentaba, he visto como este nuevo óbito se hacía sitio en la prensa digital y de papel, tal vez porque uno de los responsables del desastre es un fondo buitre que ha comprado todo el edificio y pocos entes concitan tanto asco y tanta crítica como los fondos buitres. Joaquín Romero sostenía ayer mismo en este diario que el fondo buitre no era el único responsable de la caída de la casa Jofama (dicho así, remite a un célebre relato de Edgar Allan Poe), de la que también había que responsabilizar, según él, a esas obras tan del agrado de la señora Colau que llevan meses convirtiendo al ahora difunto bar en una especie de fortaleza sitiada y arrinconada. Pero vamos a dejar en paz a Ada –por una vez y sin que sirve de precedente: bastante quina debe estar tragando ya con el libro que le han dedicado los de El Triangle, Contra Colau y el colauismo- y, si no les importa, me van a permitir que me ponga sentimental con el cierre del Jofama. En esto de los bares, como en todo, todos lloramos las muertes más cercanas, y a mí me gustaba mucho el Jofama, en su sencillez, su falta de pretensiones y sus precios más que razonables en plena Diagonal.
Lo descubrí algo tarde, a finales de los 80, cuando volví de Madrid tras contribuir modestamente al hundimiento de un semanario del grupo PRISA, El Globo, y heredé temporalmente el apartamento de Núñez y Navarro en la Diagonal que ocupaba un viejo amigo que se disponía a pasar una larga temporada en el extranjero. Primero descubrí el Bauma, que estaba a un tiro de piedra y que se convirtió rápidamente en una especie de cuartel general (incluso ahora, cuando ya no vivo al lado, es el sitio que elijo cuando debo quedar con alguien y no tengo ganas de calentarme las meninges). Luego reparé en el Jofama, que estaba a otro tiro de piedra y que servía unos calamares a la romana buenísimos: no tardé mucho en frecuentarlo a la hora de comer, en la barra si estaba solo y en una mesa si había quedado con alguien. Lo que más me gustaba era almorzar ahí con mi novia de la época sabiendo que luego venía una estimulante siesta, o algo parecido, en mi domicilio de Núñez y Navarro (últimamente, el Jofama era el sitio en el que quedaba a comer con mi ex mujer para comentar la coyuntura y ponernos al día: no había siesta porque nos tenemos cariño, pero tampoco hay que sobreactuar).
El cierre de un bar no es, evidentemente, una tragedia. Puede, incluso, que no merezca ni un artículo como éste. Pero los seres humanos solemos lamentar la muerte de los seres queridos, y a veces hasta de los entes queridos, como es el caso. La ciudad no se ha portado muy bien con los dos bares que me acogieron a la vuelta de Madrid: al Bauma le quitaron su acogedora marquesina, que no molestaba a nadie, pero el ayuntamiento decidió que sí, y le colocaron la terraza a cierta distancia de la entrada, supongo que para facilitar la tarea a los ciclistas y patinadores dedicados a atropellarte cuando ibas de la terraza al interior para pedir otro trago o unas croquetas o, simplemente, a orinar las cervezas trasegadas. El Jofama me lo acaban de cerrar, dejando huérfanos a los adictos al menú del día, bueno y barato, o a las copas de media tarde, ya que nunca fue un local de uso nocturno.
Ya sé que el cierre del Jofama no importa nada comparado con la inmensidad del cosmos, pero siempre me revienta que se vaya ampliando el inventario de los sitios de mi Barcelona fantasma. Y, total, tampoco hay tantos sitios en los que uno haya sido más o menos feliz. Yo lo fui en la marquesina del Bauma, sobre todo cuando llovía y te sentías en el bar de un barco en plena tormenta, y en la barra y las mesas del Jofama solo o acompañado, con siesta o sin siesta a continuación. Disculpen que me ponga sentimental ante el cierre de un bar concreto, pero no deja de ser una nueva muerte en la familia, como si uno no tuviera bastante con la cantidad de amigos que la han diñado desde la pandemia hasta ahora (sin olvidar a los supervivientes de ictus e infartos).
Me he levantado blandito. Serán cosas de la edad.