Echar la culpa al Estado de cualquier fallo en los servicios públicos, incluso de los problemas más cotidianos, ya es como un latiguillo para la mayoría de los ciudadanos. Hemos hecho tan nuestro el piove, porco Governo que en ocasiones perdemos de vista lo más obvio, lo que contemplamos a diario en nuestras calles como ocurre en el caso de las basuras.
El Ayuntamiento de Barcelona ha suscrito el contrato más caro de su historia: 2.300 millones por el servicio de recogida durante ocho años; o sea, que pagamos 122 euros al año por recoger los 519 kilos de basura que genera cada ciudadano. Es verdad que el cambio de los 25.000 contenedores revistió una torpeza difícil de igualar que obligó a una serie de apaños que no han acabado de resolver lo que sin duda fue una mala elección: tienen menos capacidad que los anteriores, un uso más complicado y un diseño gráfico tan moderno como deficiente.
Además, los expertos han llegado a la conclusión de que el sistema tradicional de contenedores no es suficiente para mejorar la ratio de reciclaje. Consideran que la solución pasa por identificar a los usuarios –con la complejidad jurídica que comporta-- de manera que se puedan establecer incentivos y penalizaciones.
Pero también es verdad que una parte de los barceloneses ha dejado de ayudar en el tratamiento eficaz de los residuos. El consistorio, que lanzó el plan Cuidem Barcelona, ha tenido que añadir ahora un letrero en los contenedores en el que recuerda que las bolsas deben colocarse dentro de los cubos, no en el suelo.
Las cifras explican con claridad dónde se produce la dejadez más notoria. La media de separación correcta de Cataluña es del 47%, muy lejos aún del objetivo del 65% que la Comisión Europea se ha propuesto para 2035. Pero en el área metropolitana el porcentaje cae al 38%.
La Generalitat también ha puesto en marcha la segunda campaña de aquel simpático Envàs on vas? a la vista de que las tasas de reciclaje no avanzan como debieran. Algunos comerciantes –que tienen un servicio específico-- saturan los contenedores y fuerzan a las familias a dejar sus bolsas fuera, pero también hay ciudadanos que tiran directamente sus desechos al suelo conscientes de que hacen el gamberro, como evidencia el hecho de que traten de esconderlos entre dos contenedores.
En las tres fotos que acompañan esta columna puede verse el aspecto de los contenedores situados en la esquina de Sicilia con Provenza, en Barcelona. La primera es del sábado pasado, día 17, a las 10:48. Es evidente que el camión no había pasado la madrugada anterior, pero los cubos tampoco parecen llenos. El espectáculo sólo puede responder a un barbarismo colectivo o a la improbable circunstancia de que ninguno de los tres cubos pudiera abrirse.
La segunda es del mismo lugar una hora más tarde. Se ha hecho la recogida, pero a alguien le ha dado tiempo para dejar dos bolsas en el suelo, metidas entre los depósitos.
La tercera fotografía, también con la Sagrada Família de fondo, está tomada el lunes siguiente, a las 9:23. Los basureros han retirado las bolsas, los depósitos están vacíos, pero alguien ha dejado ya dos cajas de cartón así como de matute entre los contenedores, en el mismo hueco que el sábado. Y lo ha hecho con una ingenuidad curiosa para un tipo tan incívico: en las etiquetas se podía leer perfectamente el nombre y la dirección del destinatario. Es alguien que vive en un entresuelo muy próximo que tras recibir dos paquetes de pañales para su bebé no tuvo otra ocurrencia que desprenderse del embalaje allí mismo, en la puerta de casa dejando sus señas a la vista de todo el mundo.
No podremos quejarnos si al final las administraciones que prestan ese servicio adoptan una política de sanciones tan severa como la que se aplica para ordenar la circulación; lo estamos pidiendo a gritos.