El pasado noviembre Fernando Sáez, director del Museo Nacional de Antropología, anunció la creación de un grupo de trabajo para la descolonización de los museos españoles. Aunque después el ministro Iceta lo ha negado con insistencia, el debate ha quedado abierto.
El Washington Post define "descolonización" como "el proceso al que se someten las instituciones para expandir sus perspectivas más allá del grupo cultural dominante, especialmente los colonizadores blancos". El concepto incluye, además de ordenar y presentar las colecciones de manera diferente, la restitución de piezas.
Inevitablemente, en Barcelona, uno de los primeros centros señalados es el Museo Etnológico y de Culturas del Mundo. Sus fondos son amplios y de diversas procedencias, pero no pesan sobre ellos, de momento, reclamaciones para restituir bienes a otros países. Su director, Carles Vicente, opina que, si llegaran, habría que analizar cada caso por separado. Obviamente, no siempre coinciden comunidades de origen y estados modernos. También se ha referido a la posibilidad de contar con los ciudadanos de Barcelona con raíces en esas comunidades para que aporten un relato propio. Una posición sin duda equilibrada y sensible, muy lejos de los excesos caricaturescos a los que se ha llegado en los países anglosajones. De todas maneras, parece un buen momento para hacer una reflexión general en defensa de la idea de museo que conocemos, tan en entredicho en la actualidad, pero que proporciona al público un acceso a la cultura y a la ciencia impensables no hace tanto.
La descolonización es una moda académica angloamericana que nos llega con aura de progresista, pero no se me ocurre nada que lo sea menos. Hace unas semanas Juan Pimentel, historiador del CSIC, se planteaba en El País la pregunta clave: "¿Cuál es el sujeto colectivo que nos asiste para reclamar un pasado, una herencia o un ultraje y por lo tanto nos da derecho a una restitución?". Por fortuna, la historia, las migraciones y el mestizaje cultural de siglos hacen muy difícil dar una respuesta. Como sigue diciendo Pimentel en su artículo, recurriendo al ejemplo americano, los españoles "somos tan herederos del Inca Garcilaso como los latinoamericanos de Cervantes y (…) hoy día tenemos más cosas en común entre nosotros que con Cortés o con Moctezuma".
Lo cierto es que la ola descolonizadora está demostrando venir cargada de amenazas para sus supuestos beneficiarios. La peor de ellas es el aislamiento tanto de los individuos como de las culturas. Por un lado, aísla a los individuos porque les encierra en el papel de guardianes de una identidad única en lugar de abrirles a las otras con las que hoy por fuerza conviven. La consecuencia natural es que cada vez se trate más a las personas en función de su pertenencia identitaria que de sus derechos civiles. Por otro lado, aísla también a las culturas, porque las más vulnerables son las primeras perjudicadas con el efecto segregador del retorno a las fronteras y las etiquetas. Ninguna como ellas necesita ser vista, aunque sea desde otras perspectivas y, a veces, especialmente desde otras perspectivas. La difusión, no hace falta decirlo, es siempre mejor que la limpieza étnica. Más que admitir la apropiación, entendamos que es el mecanismo que hace funcionar la cultura. No solo el Renacimiento absorbió el mundo grecorromano, o el Japón clásico la influencia china, sino que cada pequeño acto creativo parte de otro. La chacona, venerable tiempo de danza, fue el reguetón del siglo XVI, y desde Shakira se puede uno remontar, tirando del hilo, por la historia de la humanidad hasta la noche de los tiempos.
Los museos procuran una experiencia única de la que no se puede privar al público en aras de un altruismo postizo. Las colecciones etnológicas son huellas materiales de la vida en otros tiempos y otras latitudes que nos enseñan a meternos en la piel de los demás con la eficacia de una novela. El mejor medio para ese fin consiste en que los museos se conformen con cumplir bien su propósito original, o sea, preservar, estudiar y exhibir de la mejor manera posible sus fondos.
La doble trampa de la posmodernidad consiste en pretender que las culturas son compartimentos estancos, incomprensibles entre sí, y que, por lo tanto, todo relato que se haga de ellas es segado. La prueba en contra la tenemos en los museos como el de la calle Montcada. Cualquiera puede disfrutar y entender las creaciones de las culturas más lejanas y, sobre todo, con buena información, cualquiera puede formarse de ellas una imagen ecuánime sin necesidad de tutelas morales.