Las elecciones municipales serán a finales de mayo. Están, como quien dice, a la vuelta de la esquina. ¡Qué nervios! ¿Quién ganará? O quién perderá menos, porque no parece que nadie vaya a sacar una mayoría suficiente como para gobernar sin necesidad de muletas. Tampoco parece que el ganador vaya a sacar una considerable ventaja sobre el segundo o el tercer partido más votado. Hablamos, en suma, de un gobierno de coalición y cualquier combinación es posible. Cualquiera.
Cuando he dicho ¡Qué nervios! Me refería a los nervios de los líderes de las formaciones políticas que compiten por el bastón de alcalde. Porque, esa es la impresión que tengo, el público no parece ni nervioso ni entusiasmado. Casi me atrevería a decir que procura no pensar en las elecciones.
Creo que el público está decepcionado. Así, en general: decepcionado.
Todos tienen razones para estarlo. El problema será cómo despertar la ilusión de quienes quieres que te voten y ahora mismo, cuando oyen hablar de ti, fruncen el ceño. Que te voten, aunque sea con las narices tapadas, gritan los asesores. Difícil lo van a tener algunos y algunas de las trolas que contaron en las pasadas elecciones y en las otras ya no cuelan.
Como es bien sabido, la correlación entre renta y abstención es más que evidente. Mayor es el nivel de renta, más acuden a votar en las elecciones. Más pobres son, menos votan. También está dicho mil veces: Barcelona está expulsando a las rentas más bajas de la ciudad, o confinándolas en barrios con aire de gueto. No es un fenómeno exclusivamente barcelonés, pero ahí está, para quien quiera verlo.
El urbanismo del Ensanche, en su versión original, mezclaba clases sociales y rentas altas y bajas, pero el sueño de don Ildefonso Cerdá se fue al garete tan pronto lo pillaron los de siempre. Una convivencia normalizada de clases sociales diversas en un bloque de viviendas barcelonés cualquiera, escogido al azar, es hoy una utopía.
Y ocurre lo que temíamos, que el número de decepcionados es altísimo en los barrios de menor renta. No es tanto que las personas humildes no se preocupen de la política como que la política no se preocupa de ellas. Es ahí donde duele. Fíjense en los titulares de los periódicos, en los temas que levantan más polémica mediática. Poco se habla de la sanidad pública, del acceso a la mejor educación posible, de ayudas sociales, de qué sé yo, ya me entienden. Los partidos políticos que dicen llamarse de izquierdas y deberían ayudarlos y defenderlos se dedican a discutir sobre el sexo de los ángeles y sus obras y actuaciones se centran en las modas pasajeras. Sin ir más lejos, la década desperdiciada por los catalanes con la estupidez del «procés» ha conseguido alienar de la política a una gran masa de votantes. Ha sido, en cierto modo, el triunfo del voto más conservador y de clase media alta, finalmente consolidado por ausencia del voto popular. Porque la distancia entre el votante de clase baja y media baja y los partidos supuestamente de izquierdas se ha convertido en una trinchera muy honda.
El gran problema que deberá enfrentar Ada Colau en estas elecciones será el elevado número de personas que se han sentido defraudadas por su gobierno. Algo parecido sucederá a los socialistas, cuyos votantes tienen la renta media más baja que la de sus competidores. Cuanta más gente vota, más porcentaje de votos obtiene el PSC, y cuanta menos, más pierde. Esa será la clave de estas elecciones.
Pero el combate por la alcaldía no se libra en los barrios humildes, maltratados por la porquería y el abandono, sino en las calles más limpias y bien tratadas de la ciudad. ERC, Junts, PSC y Colau, y lo mismo el PP y la CUP, luchan por el voto de la clase media y media alta. Sus votos decidirán quién será alcalde, porque nadie cuenta con los votos de las rentas bajas. El votante de renta media más alta es, sorpresa, el votante de la CUP, seguido por el votante de Junts. Trias pesca en el antiguo voto convergente y conservador, de pocos vuelos, que añora los tiempos del 3% pujolista, lo mismo que ERC, no nos engañemos. En el otro lado, tanto Colau como el PSC se venden como «progres» de clase media, de los que pueden permitirse ir al trabajo en bicicleta, beber café ecológico y comprarse un coche eléctrico. No les extrañe que tengamos algún votante decepcionado.