Se oye de vez en cuando esa opinión según la cual la Sagrada Família es un edificio digno de verse, pero el opinador preferiría visitarla como turista y vivir en un país donde se construya al estilo de Mies van der Rohe. Es decir, con simpleza y claridad funcional. Sin embargo, cuesta hablar de Mies sin añadir el adjetivo "extrema" a esa simpleza y claridad. Basta pensar en el impulso utópico de sus rascacielos de vidrio, y a continuación en el templo de Gaudí, para darse cuenta de que ambos parten de la tierra y aspiran al cielo. No en vano los dos arquitectos comparten tanto orígenes artesanos como inquietudes teológicas. Como decía Pla, refiriéndose a la danza, nadie levanta la pierna en perpendicular al suelo para expresar su dolor por pagar impuestos (aun si suponemos cuánto le dolía a él), sino otros sentimientos más profundos. El arte, hasta el más clásico, no puede evitar un cierto grado de exceso, aunque solo sea por lo que tiene de conspicuo.
Cuando se anuncia para el 2026 la finalización de la torre principal, la Sagrada Família acaba de ser elegida el edificio más bello del planeta. Así lo afirma, como no podía ser menos, una plataforma de reseñas de viajes, Tripadvisor, con el aval de sus 760 millones de valoraciones. Si hacemos caso a los números, no pueden equivocarse. La cuestión es que del templo que se concibió para expiar los pecados del proletariado al icono turístico hay un gran trecho. ¿Están viendo los usuarios de la plataforma algo del proyecto original al mirarlo desde el presente? Siendo honestos, probablemente habría que preguntarse, también, si lo estamos viendo nosotros.
Gaudí concibió su Sagrada Família para conjurar el caos de la lucha de clases. En la capilla del Rosario aparece representada la bomba anarquista del Liceo cuando la serpiente se la entrega al malaconsejado obrero, como si fuese la manzana del paraíso. El templo era su contundente respuesta a una época cuya turbulencia difícilmente nos imaginamos. Una respuesta conservadora que identifica los fundamentos de la patria (la catalana) con sus orígenes cristianos. La idea de expiación era tan importante que, al parecer, el arquitecto rechazó un gran donativo porque se lo ofrecía una señora muy rica para la que no suponía ningún sacrificio. Lo primero que construyó fueron las escuelas para los hijos de los obreros. En aquel Poblet humilde de entonces, él sacó los retablos a las fachadas y utilizó a la gente del barrio de modelo para sus figuras sacras.
Nunca estuvo claro si la continuación de la obra era viable sin su creador. En 1965 se publicó una carta en contra con las firmas, entre otros, de Le Corbusier, Aalto, Miró, Tàpies, Coderch, Bohigas, y Subirachs (que terminó encargándose de la estatuaria). Para el bando de quienes se oponen a los trabajos, no sabemos lo suficiente de los planes de Gaudí, que además variaban sobre la marcha. Opinan que el edificio ya no tiene que ver con él, ni se le debería atribuir. Las nuevas esculturas, dicen, no conservan el carácter realista e integrado en la forma arquitectónica de las suyas. Al acabado de la nave central le falta textura, el hormigón ha sustituido a la piedra en la base de las columnas y las soluciones constructivas vienen forzadas por la necesidad de parecerse a las maquetas. El resultado es un parque temático, anabolizado, siliconado, de cartón piedra, sin alma. En el bando contrario, otros creen que las fotos de la tercera maqueta original, consideradas definitivas por Gaudí, son suficiente guía, con el apoyo de sus geometrías estrictas, y que el concepto original es lo suficientemente poderoso para informar el conjunto. Piensan, con Oscar Tusquets, que los detalles de acabado pueden ser erróneos, "pero el espacio y la luz son sobrecogedores, y en eso consiste la arquitectura".
El caso es que, al final, por mucho que nos empeñemos en hacer arqueología gaudiniana, el resultado será ya siempre, a estas alturas, un retrato del presente.
La vulgaridad, opina Javier Gomá, es una hija muy respetable de la igualdad y la libertad. El proletariado se ha redimido convirtiéndose en una clase media mundial que puede permitirse viajar, poco interesada en los detalles y amante del estilo Las Vegas, que paga las obras del templo encantada y sin mucho sacrificio. El gusto general se ha vuelto semejante al de la burguesía nacionalista de nuevos ricos, ya entonces libres e iguales entre ellos, que primero admiró la Sagrada Família, sin entenderla tampoco del todo. Cuando aún queda por hacer el pórtico de la Gloria, nada como el arte autentico para recuperar lo más posible del espíritu original, o al menos darle a la obra nuevos vuelos. Tusquets, uno de esos talentos joviales como ya no quedan, y que a base de tomarse las cosas a broma acostumbra a estar en lo cierto en casi todo, tiene su propio candidato: "Te lo tendrían que encargar a ti", le dijo a Antonio López, "pero al cabo de 10 años habrías hecho medio pastorcillo". López, octogenario, dijo, por toda respuesta: "Que se lo encarguen a Barceló". Son los primeros nombres que vienen a la mente, uno por su realismo, y el otro por su capacidad para integrar las figuras en el edificio. La Junta Constructora todavía no ha presentado una propuesta. Tiene ya hecho lo fácil, un programa teológico de ochocientas páginas. Sin embargo, elegir los artistas va a ser una dura tarea en una época que ha renunciado a cualquier forma de expiación solo para adoptar la ubicua culpa protestante, irredimible, que nos lleva a derribar más estatuas de las que conseguimos ponernos de acuerdo en erigir.
Siendo muy optimistas, podríamos pensar que algo captamos los observadores del siglo XXI de la Sagrada Família original, y que por eso aún supera en votos a los casinos de Las Vegas. Así se explicaría la seducción que ejerce el genio de Gaudí en la sensibilidad contemporánea, hasta el punto de retratarla. Falta por saber, y nada más el tiempo lo dirá, en qué medida lo que el retrato tiene de caricatura lo ponemos nosotros o los que siguen añadiendo piezas al Lego.