Barcelona necesitará algún lugar donde albergar grandes cantidades de vergüenza, porque, por lo visto, ya no se usa. A los barceloneses, sobre todo si tienen algún cargo, no les pone rojos ni el sol del verano. De momento, entrando en la primavera, los muchachos de Junts han hecho una amplia demostración de lo que es gastar muy poca. Tras la condena a Laura Borràs, sus correligionarios, al menos en público, se han apresurado a decir que los jueces sólo aciertan cuando les dan la razón. Xavier Trias, un señor en la mayoría de los casos, ha dejado esta vez de lado el señorío para callarse adecuadamente, para no perjudicar sus propios intereses electorales. Conviene tenerlo presente: es la presidenta de su partido.

Una cierta desvergüenza es el signo de los tiempos. Si atrapan a alguien con las manos en la masa, en vez de sonrojarse y pedir disculpas, lo que se recomienda hoy es sacar pecho y plantar cara. Como mucho, asegurar que se trata de un malentendido (esto no es lo que parece, que se decía en tantas películas de entrepierna, o como explicación de la peineta de Alfonso Fernández Mañueco). Y hay otra solución mejor, declararse víctima de una conspiración española o, ¿por qué no?, mundial.

En Barcelona se han declarado esta semana perseguidas, Clara Ponsatí y Laura Borràs. En la misma estela de Joan Laporta. Los tres comparten la acusación (en el caso de Borràs probada) de haber utilizado dinero que no era suyo para un fin distinto del que debían. No lo niegan, pero aseguran que los persiguen porque son del Barça, independentistas o porque les gusta el chocolate caliente. Sobre el dinero no hablan.

A veces, los dirigentes políticos utilizan otro tipo de argumentos, igualmente peregrinos. Así, Ada Colau sostiene que hay gente que se opone a las superillas porque fomentan una Barcelona feminista. Los hombres son tan despistados que igual ni las detectan.

Esto del victimismo es una práctica exitosa. Ya la utilizó Pujol, incluso después de confesar que tenía unos dineritos en Andorra. Si le sirvió cuando Banca Catalana, por qué no volver a quejarse de ser perseguido. Las víctimas tienen buena prensa, como si una agresión te convirtiera en sabio. Aunque no sean realmente víctimas, sino culpables.

En el caso de Laura Borràs, los jueces, vaya por Dios, se han mostrado comprensivos y creen que el castigo es excesivo. Una vez más, se muestran más interesados en el papel del acusado (condenado) que en los sufrimientos de las víctimas reales. Porque Laura Borràs premió a un amiguete y dejó sin trabajo a gente de bien que, según parece, no tenía con ella el mismo grado de intimidad. Hubo beneficios para uno, en detrimento de otros, las víctimas, que preocupan menos a sus señorías. Y lo hizo con dinero de la ciudadanía. Lo peor que puede hacer un administrador público. La nota de los jueces contrasta con la tendencia a callar sobre si las penas a pederastas (eclesiásticos o no) son las adecuadas o más bien cortas. Y, desde luego, no se conoce ese grado de comprensión con otros delincuentes menos favorecidos por la vida.

La desvergüenza de Borràs, Ponsatí o Laporta es la misma de la que presume Donald Trump. El mundo le persigue por pagar a una señora para que no contara que habían mantenido relaciones sexuales. ¿Tan malo es en la cama que necesita pagar y no quiere que se explique el resultado? No, más bien debe de ser un ataque de ego: la mujer, como el resto del mundo, está a su servicio. Como mucho, el derecho a hablar es del hombre, que puede presumir de sus hazañas. Ella no cuenta. Casualmente, también Trump está amenazado por defraudar impuestos, es decir, por creer que, como Laura Borràs o Jordi Pujol y familia, tiene derecho exclusivo sobre el dinero de todos.

Lo dicho: no hay vergüenza. O para ser precisos: sobra mucha, porque ya no se estila avergonzarse. Este es un mundo que pertenece a los que presumen de su osadía, incluso si es ilegal y, especialmente, si es inmoral. En realidad, se creen el superhombre de Nietzsche (mal leído) y defienden que la moral es una conjura de los débiles contra ellos.