El filósofo Ludwig Wittgenstein intentó toda su vida demostrar que los problemas filosóficos no existían, que no eran más que falsos problemas. El sentido del problema filosófico fue el primer camino escogido por Wittgenstein; si una pregunta no puede tener una solución, no tiene sentido; si algo es a la vez una cosa y la contraria, tampoco; si decimos que tal cosa es tal cosa, ¿qué decimos? Nada. Etcétera. El resultado fue un libro con un título que tira para atrás: «Tractatus Logico-Philosophicus», tan complejo como bellísimo. Ganó el doctorado con este libro como tesis, pero los miembros del tribunal de Cambridge reconocieron que no habían entendido nada de lo que les había dicho el austríaco.

Luego, años más tarde, descubrió que los tiros no iban por ahí. Descubrió que los problemas filosóficos son, en verdad, problemas del lenguaje. Es decir, que son un problema porque yo digo una cosa y tú interpretas otra o porque la palabra y su significado no vienen de acuerdo. Lo dejó escrito en otro libro magnífico, «Investigaciones filosóficas», y aquí es donde quería yo llegar. Porque, en un momento de su disertación, compara el lenguaje con una ciudad, y esa ciudad podría ser Barcelona.

En Barcelona, como en cualquier lenguaje, podemos descubrir sus raíces históricas e ir más allá. Con un plano de Barcelona en la mano, podríamos señalar el «cardus» y el «decumanus» de la antigua Barcino, reseguir el trazado de las murallas tanto medievales como modernas, su derribo y el plan del Ensanche… Podremos ver como la ciudad, como tantas lenguas, «se come» a otras más pequeñas y las convierte en propias. Ahí están Gràcia, Sant Andreu del Palomar, Sants, Sant Martí, Sant Gervasi… Finalmente, es muy fácil señalar con el dedo en el mapa el resultado del desarrollismo franquista, comedero de especuladores, o la Barcelona olímpica. Si nos alejamos un poco más, descubriremos la Gran Barcelona, esa realidad metropolitana que va más allá de un municipio.

La metáfora funciona muy bien. Vemos que un lenguaje conserva algunas estructuras primigenias, se apropia de otras, crece, recibe influencias del exterior, que asimila, se transforma y todo eso deja huella, así como la ciudad conserva viejas calles y edificios, se expande y recibe en su seno nuevos habitantes, que pueden venir de aquí al lado como de la otra punta del mundo. Por eso una ciudad viva y dinámica es cosmopolita o no es. Una ciudad que se mira al ombligo está en franca decadencia, envejece, muere.

Leí hace poco que el crecimiento demográfico de Cataluña entre 1911 y 1940 se debió principalmente a la inmigración de la década de 1920. En 1940, uno de cada tres catalanes no había nacido en Cataluña. En las décadas de 1950 y 1960 hubo otra fuerte corriente migratoria. En la década de 1990, de nuevo uno de cada tres catalanes no había nacido en Cataluña. Hoy, esa cifra se ha reducido hasta uno de cada seis. Si no hubiéramos recibido y acogido a tanta gente a lo largo del siglo XX, la población catalana hoy apenas superaría el millón de habitantes.

Casi toda esa corriente migratoria se concentró en la región metropolitana de Barcelona. Puede afirmarse que los catalanes nacidos en las zonas rurales del país o nacidos en cualquier otra parte de España o del extranjero son los padres o abuelos de más de nueve de cada diez barceloneses. Se dice pronto. Son también el origen y fundamento de nuestra riqueza cultural y económica.

Ahora que vienen elecciones municipales, sería interesante ver qué proponen los candidatos para que Barcelona sea una lengua que podamos compartir todos, en el sentido metafórico. Es decir, una ciudad en la que la renta no sea causa de discriminación en los servicios públicos; una ciudad donde se haga realidad la utópica construcción de vivienda social digna; una ciudad donde los barrios estén bien comunicados entre sí y la ciudad con sus alrededores mediante transporte público eficiente y accesible; una ciudad acogedora; etcétera.

Lo de la lengua que podamos compartir todos entendida ahora como lenguaje que hablamos es asignatura pendiente que dejo para otra ocasión. Porque el tema me aburre y hay días en que me desagrada. El identitarismo de algunos ha conseguido despertar fanatismos y antipatías y la lengua se ha convertido en elemento de discriminación, en vez de ser lugar de encuentro. También sería interesante ver qué dicen sobre esto los candidatos, pero no me hago ilusiones de descubrir inteligencia en sus respuestas.