El Gobierno catalán no encuentra profesores suficientes para cubrir todas las plazas en el sector de la enseñanza pública, hasta el punto que algunos centros del área metropolitana han accedido a que sean los padres quienes contraten y paguen a algún profesor. Esta es una de las razones que explican que, mientras en el resto de Catalunya el porcentaje de estudiantes en el sector público sea del 65%, en Barcelona se quede en un mísero 42%.
Pero el Departamento de Educación ya ha encontrado la solución: rebajar las condiciones para acceder al nombramiento. Como no hay, y no es un ejemplo, profesores de Física o Matemáticas, se permite que den estas materias licenciados en otras especialidades, aunque no tengan nada que ver. Por ejemplo, economistas o ingenieros. Seguro que saben matemáticas. Pero no son matemáticos. También se permite que den inglés gente que tiene un conocimiento más bien aproximado de esa lengua. Así se hace realidad aquello del profesor que se ofrecía como docente del idioma y ante la pregunta de si lo dominaba, respondía: “Yo inglés no sé, pero si es para enseñar…”. Se da la circunstancia de que algunos profesores de inglés de bachillerato prefieren hoy tener alumnos que en cursos anteriores han hecho francés porque “por lo menos no llegan con vicios”.
También, por supuesto, se pasa por alto la obligación de haber cursado el máster de enseñante, sustituto del antiguo CAP (Curso de Adaptación Pedagógica), que era una de las cosas más absurdas e inútiles del universo. Un curso que impartían pedagogos, es decir, expertos en enseñar de todo sin saber de nada.
Dice el consejero que la falta de especialistas es circunstancial. Y tiene razón: las circunstancias que rodean a la educación pública son tan lamentables que muchos profesionales prefieren buscarse la vida en otras actividades. Lo que no se rebaja es la exigencia del nivel de catalán, que se reclama incluso a los profesores de castellano.
No es una novedad. La actuación de los gobiernos de derechas (entre los que hay que incluir el actual de la Generalitat y casi todos los anteriores) busca laminar la enseñanza pública. Para ser más exactos, los servicios públicos. Porque a la Sanidad también le han metido mano y no para reactivarla. El objetivo está claro: que lo público sea una especie de servicio caritativo y los que quieran y puedan se costeen la enseñanza y la sanidad privadas. Por cierto, sólo para ser equitativos, parte de la responsabilidad del asunto la tuvo un consejero de Educación del Tripartito que hizo una ley de educación y no la pactó con sus socios de Iniciativa sino con la antigua CiU. Se llamaba, se llama, Ernest Maragall. Gracias a él, los colegios del Opus Dei que separan a los niños de las niñas pueden cobrar subvenciones. Todo ese dinero deja de ir al sector público. De eso se trata.
En el sector privado, cuando se busca cubrir una plaza y no se encuentra al personal adecuado, se acostumbra a hacer algo sencillo: ofrecer mejores condiciones laborales. El consejero de Educación, en cambio, prefiere rebajar las exigencias profesionales, aunque sea a costa de rebajar también la calidad de la enseñanza. Puestos a pensar mal, quizás no sea una consecuencia indeseada, sino más bien el objetivo.
Bastaría con eliminar el coste de los profesores de religión (unos 200 millones anuales en el conjunto de España) para poder tener un profesorado de asignaturas de verdad mejor dotado económicamente y laboralmente. Pero no: como decía Don Quijote, “con la Iglesia hemos topado”. Aunque en realidad el problema no es sólo la Iglesia. También los partidos, incluido el PSC, que siguen permitiendo los privilegios de los empleados del Estado Vaticano y no hacen nada por reconocer que España es hoy un país laico, según las encuestas.
Los sindicatos de profesores, mientras, miran para otro lado. Apenas parecen interesados en algo más que las retribuciones y las horas lectivas. Las propias, ni siquiera las de los alumnos.