Barcelona apuesta esporádicamente por el belicismo urbano. Hace unos años asistimos a la llamada Batalla de Urquinaona, sobreactuación procesista de la que ya no se acuerda casi nadie. Hoy nos toca la Batalla de Bonanova, pero, a la hora de redactar estas líneas, ignoro si se va a celebrar (aunque yo diría que no). De momento, la situación es la siguiente: los chulescos okupas de los edificios rebautizados como El Kubo y La Ruina se disponen a plantar cara a un posible desalojo a manos de Desokupa, la empresa que dirige Daniel Esteve, un tipo asaz sobrado que es como la versión inmobiliaria del taxista Tito Álvarez; la policía autonómica, a todo esto, asegura que no va a haber batalla de ningún tipo porque ellos se van a encargar de impedirla (por el mismo precio, emiten discursos bienintencionados, pero algo inexactos, según los cuales solo ellos pueden desokupar tras recibir la orden del juez, omitiendo la triste evidencia de que a veces la orden judicial no llega nunca y de que la administración Colau es tremendamente comprensiva con los pobres okupas y siempre habla de medidas sociales y mediaciones que no suelen servirle de nada al que le han soplado su residencia habitual mientras iba al badulaque a por vituallas urgentes).

El tema de la okupación es uno de los más cansinos que disfrutamos en Cataluña en general y en Barcelona en particular, junto a todo lo relacionado con el lazismo. La broma hace décadas que dura y que se afronta de una manera, digamos, peculiar (hace más de veinte años, a un amigo le okuparon un local de su familia y cuando fue a ver a los mossos para que les sacaran a los bichos a porrazos, le dijeron que optara por la negociación). Aunque el okupa barcelonés no suele tener nada que ver con los squatters de Londres o Berlín que uno conoció en su juventud y que solían ser unos chavales estupendos, pobretones y con tendencias artísticas, mientras que aquí abunda el jeta sobrado, semi analfabeto y a veces violento, la administración le trata como si fuera un ser angelical machacado por el capitalismo. Puede que Karl Marx tuviera cierta razón cuando dijo aquello de que la propiedad es un robo, pero vivimos en una sociedad capitalista en la que la propiedad es un derecho constitucional que debería ser preservado por las administraciones política, judicial y policial. Cosa que no sucede en nuestra querida ciudad, donde, entre la comprensión de los comunes, la cachaza del consejero de Interior de la Generalitat y las manos atadas de las fuerzas del orden, la okupación se ha convertido en un sindiós (la nuestra es la ciudad más okupada de España) que es como una bola (de demolición) que cada día se hace más grande.

Evidentemente, la existencia de una empresa como Desokupa no es lo más deseable (aunque hay que reconocer que hasta ahora no han sido responsables de muertes ni de grandes desgracias: parece que con la pinta ya imponen respeto, por no decir temor). De hecho, Desokupa no existiría si las cosas funcionaran razonablemente bien en Barcelona. El problema es que no funcionan, aunque nadie entienda muy bien por qué. Aparentemente, la okupación se puede frenar de entrada: denuncia del okupado, comprobación policial de la intrusión, desalojo expeditivo de los gorrones y fin de la historia. Si se hubiera reaccionado así a las primeras invasiones domésticas, ahora no estaríamos como estamos. Y al estar como estamos, surgen empresas como Desokupa, obedeciendo a la ley de la oferta y la demanda. ¿Qué se trata de una pandilla de matones? Puede ser, pero si la justicia no te soluciona un problema, que es lo que debería hacer, ¿quién puede culparte por recurrir a un sistema situado más o menos en la alegalidad?

Las culpables de la existencia de Desokupa son las diferentes administraciones políticas y judiciales. En cuanto éstas cumplan con su obligación, la empresa de Daniel Esteve se declarará en suspensión de pagos. Mientras acabo de escribir este artículo, insisto, ignoro cómo transcurrirá la jornada del jueves en la Bonanova. Espero que no llegue la sangre al río.