Se percibe en el mundo una nueva tendencia hacia el despotismo, no siempre ilustrado. Este, heredero de la Ilustración, respondía al lema de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”. El de hoy, con el argumento de que se actúa para el bien de todos, se acaba actuando sin tener en cuenta a casi nadie. El caso más claro son las obras públicas en las que nunca se tienen en cuenta las incomodidades que provocan. Los nuevos déspotas parten de la base de que los trabajos van a dejar el espacio maqueado, de modo que nadie tiene derecho a quejarse. Y si se quejan, da igual. El fin justifica el incordio.
Un caso muy claro es lo que se está haciendo en La Rambla. Una obra sempiterna con unos plazos de actuación que, además de retrasados, están siendo injustificadamente largos. Esta obra es municipal, pero la línea 9 de metro, que depende del Gobierno catalán, es otra de las que lleva camino de no ver terminada ningún catalán con más de 20 años.
Las incomodidades se incrementan al final de los mandatos municipales, ya que las elecciones acostumbran a coincidir con una multitud de obras, de forma que la mayoría de la población ha terminado por creer que vienen a ser algo así como una forma encubierta de campaña electoral. No es el caso. Los gobiernos municipales aprueban en el primer año de mandato el llamado plan de actuación municipal (PAM) en el que figuran los principales proyectos a realizar en los cuatro años que seguirán hasta las próximas elecciones. En algunas obras (en el caso de Barcelona, por ejemplo, las obras del tranvía o los del metro o la ampliación de FGC) los plazos de ejecución superan el periodo del mandato; en otros, en cambio, coinciden con las campañas porque los legisladores quisieron garantizar la transparencia de las adjudicaciones públicas y para ello establecieron un montón de requisitos.
Salvo en el caso de Laura Borràs, que divide los costes y se los encarga a algún amigo, lo habitual es sacar primero a concurso el diseño y coste del proyecto; una vez se dispone de estos datos, sale a concurso la obra. Y siempre de forma abierta, de modo que pueda optar a realizarla quien esté en condiciones de hacerlo. Luego llegan las rebajas y las subcontratas.
Muchas empresas constructoras tienen expertos en buscar inconvenientes al proyecto, de forma que sea necesario introducir modificaciones al diseño previsto en el concurso. El directivo de una de estas compañías reconocía que este equipo, el que busca los cambios a realizar, es el más rentable de la empresa. Porque esas modificaciones suponen siempre dos cosas: mayor coste y ampliar el plazo.
No estaría de más que los pliegos introdujeran cláusulas por las que la ingeniería autora del proyecto debiera asumir sus supuestos errores de diseño, en vez de hacerlo el erario público. Paralelamente, la constructora debería pechar también con su parte de culpa por no haber analizado bien el proyecto al que había concurrido.
Lo de los plazos forma parte del despotismo, que a veces raya el autoritarismo. Es frecuente ver montones de vayas aislando tramos de calles en las que hay que realizar obras, pero donde no trabaja nadie o se trabaja solo en unos pocos metros, pero se ha cortado un tramo mucho mayor en el que, con suerte, se actuará medio año más tarde, aunque se podría hacer todo al mismo tiempo poniendo más personal. No se comprende que el plazo de entrega no sea un criterio para la adjudicación. No se comprende que las molestias a la ciudadanía no cuenten. Sí se entiende que no cuenten para la empresa constructora, pero las administraciones públicas, que dicen actuar en nombre del ciudadano, deberían tratar de minimizar los problemas que causan las obras.
Para no hablar de las condiciones en las que se realizan. Es frecuente que, con la excusa de que hay que mover material, se corte un tramo de la calle simplemente para que aparquen los que trabajan en la obra. A los vecinos que les den. Unos vecinos que, además, ven cómo muchas veces se elimina incluso el espacio mínimo que necesitan para caminar. Y, para colmo, las autoridades presumen de estas atrocidades explicando lo mucho que hacen, sin reconocer en ningún caso que la mayoría de las veces se hace tarde y no necesariamente bien.
Del ruido y del polvo, mejor no hablar. Si se exceptúa a quien lo sufre durante mucho más tiempo del imprescindible, ¿a quién puede importarle?