Hace unos años, una televisión alemana filmó a sus compatriotas haciendo el turista en España. Luego contrató a un grupo de actores, los disfrazó de turistas y les ordenó comportarse exactamente igual en Alemania que en España. A los cinco minutos de hacer el turista, la policía ya les estaba pidiendo la documentación. El reportaje tuvo un breve momento de gloria en Alemania y hoy yace olvidado en algún rincón. El escándalo que provocó fue de mentirijillas, porque los alemanes, como nosotros, exactamente igual que nosotros, tiramos mucho de la hipocresía y son siempre los demás los maleducados. Nunca hemos roto un plato.

Barcelona se ha convertido en el destino turístico de millones de personas, uno de los más visitados de Europa. Compite con clásicos como Roma o París sin arrugarse la camisa, porque tenemos sol, playa y sangría. Sí, es verdad, también cabe considerar la sin par belleza de la arquitectura modernista, una cultura milenaria, el acogedor carácter mediterráneo y la voz del NO-DO que recita el archisabido catálogo de méritos barceloneses, que ya nos conocemos todos y sabemos lo que hay.

Los cruceros parten o arriban al puerto de Barcelona a buen ritmo. El día que llega uno, nos invaden miles de cruceristas corriendo tras unos tipos con banderín, a modo de los antiguos mongoles tras el estandarte del khan en sus correrías. Pretenden conocer la sin par belleza de Barcelona, etcétera, en poco menos de seis u ocho horas, que incluyen visita a una tienda de «souvenirs» horteras y la ingesta de paella precocinada por un terrorista gastronómico.

No acaba aquí la tipología del turista. Las despedidas de soltero de cuatro días son también un clásico. Será un fin de semana largo donde una docena de damas o caballeros trasegará alcohol por un tubo (a menudo, literalmente) y se correrá una juerga que no se describe con palabras. Seguro que saben de qué les hablo. El etcétera de turistas ante los que arrugamos el ceño es muy largo y mejor que se sirvan ustedes mismos.

Pero tanta arruga de ceño es muy hipócrita. Por dos razones. La primera, porque la mayoría de los turistas, la inmensa mayoría, se comportan de manera civilizada. Ocurre que son muchos, qué le vamos a hacer. La segunda, porque aquellos de entre nosotros que tienen la suerte de poder convertirse en turistas se comportan igual, exactamente igual, allá a donde vayan, que aquellos que vienen aquí.

Cuando se habla de «cómo arreglar lo del turismo» oigo sobrevolar el clasismo por encima de las cabezas pensantes. Siempre sale eso de «mejorar la calidad», que se traduce en que hay que hacer lo que sea para que los turistas sean de clase media-alta o alta y para que los turistas pobres se queden en su casa y no vengan a molestar. Se fomenta la promoción de hoteles de gran lujo, puertos para yates o eso que llaman «eventos» para gente de alto postín, aunque implique cerrar edificios públicos, paseos o lo que haga falta.

Uno de los grandes logros de Occidente fue el de garantizar unas vacaciones pagadas. Eso y el Estado del Bienestar son la cumbre de toda civilización humana. Pero, en un arranque de sabiduría colectiva que lamentaremos en un futuro cercano, nos estamos cargando sin disimulo el Estado del Bienestar y las vacaciones pagadas van por el mismo camino. Uno de cada tres barceloneses no puede irse una semana de vacaciones una vez al año. Otro tercio se lo permite con el agua al cuello, y vamos a peor. ¿No será éste el verdadero problema?

La gestión del turismo es muy compleja y plantea retos que no son fáciles de superar. La calidad del trabajo en el sector servicios es deficiente; el efecto sobre el precio de la vivienda y la gentrificación, notable; la saturación de algunas infraestructuras públicas, el impacto ambiental… Nadie dijo que fuera fácil lidiar con esto con bien para todos. Pero tenemos que acostumbrarnos: Barcelona es un destino turístico y, además, una ciudad de un millón y medio de habitantes, y ambas cosas a la vez son fuente de complicaciones.

Si fuera por las cabezas pensantes, sólo podrían disfrutar de la sin par belleza de la Ciudad Condal, etc., una muchedumbre de pijos que nos llenarían la ciudad de restaurantes carísimos y reventarían el precio de los alquileres. No mejoraría nada la vidad de los barceloneses que apenas llegamos a final de mes. Sólo pido, por favor, que consideren que no sólo veranean los ricos. La gente normal también quisiera poder irse de vacaciones.