De pequeñito quise ser arquitecto. A mi alrededor insistían en que, para ser arquitecto, debía dibujar muy bien, dándome a entender que el dibujo no era lo mío. Al final, salí ingeniero y luego me licencié en Humanidades, porque una cosa no quita la otra. Mi padre también quiso ser arquitecto, pero tampoco pudo ser. Toda su vida estudió lo suficiente sobre historia del arte y arquitectura como para distinguir una obra de mérito con apenas un vistazo y situarla en el mapa conceptual de épocas y estilos de la Academia. A imitación de mi padre, yo también pasaba las horas contemplando fotografías de edificios famosos de toda clase y condición. Supongo que de ahí vino mi afición.

Tener esa afición en Barcelona es todo un lujo. Porque Barcelona ha conocido algunos trabajos de excelentes arquitectos a lo largo de su historia y conserva todavía edificios interesantes: algunos restos de la antigua Barcino; Santa María del Mar, Santa Anna, Sant Pere de les Puel·les o la misma catedral, aunque su fachada sea un falso histórico (se construyó a finales de la década de 1880); el Palau de la Generalitat esconde un buen gótico tardío tras una fachada renacentista… La historia marca su paso por la ciudad con piedra, mortero, cemento y ladrillo.

También podemos presumir de urbanismo. En el plano de la parte vieja de Barcelona somos capaces de señalar el cardo y el decumanus maximus de las ciudades romanas y podemos situar las antiguas murallas con facilidad. Los ingenieros militares del siglo xviii nos dejaron los edificios del parque de la Ciutadella, aunque de los glacis, fosos y bastiones de la fortaleza ya no queda nada, y también el barrio de la Barceloneta. Los ingenieros de caminos del siglo xix del Ministerio de Fomento se encargaron del Eixample de Barcelona; en particular, uno de ellos, don Ildefonso Cerdá. El Eixample resultó un plan urbanístico de primera categoría, que ha hecho posible la Barcelona que conocemos hoy.

Sin embargo, si preguntamos al común de los indígenas o a los forasteros que vienen a vernos sobre arquitectos y arquitectura de Barcelona, «Gaudí» y «Modernismo» son las palabras que más pronto que tarde saldrán de su boca. El modernismo catalán en general y particularmente el barcelonés supieron sacar provecho de las grandes fortunas hechas con el tráfico de esclavos, el contrabando de licores, el comercio colonial y las políticas proteccionistas que amparaban nuestras empresas textiles. Hasta el final de la Gran Guerra, los burgueses catalanes, los indianos y los nuevos ricos «de pagès» se instalaron en Barcelona y exigieron construir viviendas y palacios capaces de mostrar al mundo que ahí había dinero. Los excesos del Modernismo eran ideales para este fin.

Después, durante muchos años, se despreció el movimiento modernista. Recuerdo la Pedrera de Gaudí sucia y gris, con un letrero donde se anunciaba un dentista colgando de uno de sus balcones. A punto estuvieron de derribarla varias veces hasta que, en la década de 1980, Barcelona redescubrió el Modernismo gracias a la candidatura olímpica y a los sempiternos grupos de turistas japoneses que hacían guardia ante los edificios de Gaudí.

Pero quedarnos con Gaudí y el Modernismo es ejercer el «bonitismo», palabra que tomo prestada de un ensayo de Miguel Ángel Cajigal sobre arquitectura. La arquitectura modernista es «bonita» porque tiene colorines y curvas y esculturas y flores y es toda ella una horterada y en cambio el Pabellón Barcelona de Mies van der Rohe (reconstruido a instancias de Bohigas en la década de 1980) o los edificios de Sert, Coderch, Nebot, Subirana, el GATPAC, Miralles, Bofill, el propio Bohigas… pasan desapercibidos por el gran público, cuando son fabulosos. Un ejemplo al tuntún, la fábrica y oficinas de Myrurgia, de Antoni Puig Gairalt, de 1929, en la esquina de Nápoles con Mallorca.

Pero, ojo, no perdamos de vista que el catálogo de edificios que merecen protección por su interés histórico o artístico no se renueva desde 1987, año más o menos. Muchos edificios humildes pero dignos de preservación han sido víctimas de la piqueta y han desaparecido para siempre. Restos de los antiguos pueblos que el Eixample de Barcelona se comió viven bajo la amenaza del derribo. La perspectiva histórica y social no fue considerada en ese catálogo y hemos perdido mucho por culpa del desinterés municipal y la falta de cuidado que nuestras autoridades ejercen con tanta alegría sobre el patrimonio común.

Quizá fuera hora de cambiar esto.