El concepto ahora es el de “reevaluar”. El de ‘repensar’ las acciones urbanísticas que se emprendieron en el anterior mandato, con la alcaldesa Ada Colau. El nuevo alcalde, el socialista Jaume Collboni, está dispuesto a cambiar lo que se entienda que no ha funcionado, y eso siempre estará bien, y además resulta extraño, porque no se suele rectificar, aunque se tenga la convicción de que no se hizo lo correcto en el pasado. Lo que está en cuestión en Barcelona es el alcance de los llamados “ejes verdes”, o las ‘superillas’, y también los carriles bici, que pueden haber causado en algunos barrios más inconvenientes que ventajas.

Lo que sucede en Barcelona, en todo caso, no es algo inusual. Todas las grandes ciudades buscan un camino que suponga una mejora para sus ciudadanos y también para los visitantes, como se comprueba en Nueva York, también con una proliferación de carriles bici y 'superillas'. La premisa es reducir la presencia del coche, pero la pregunta que queda en el aire es con qué objetivo. La ciudad se abre, se hace más amable, pero, ¿para quién y con qué externalidades positivas?

Y no hay, por ahora, respuestas contundentes para esclarecer esas dudas. Porque lo necesario sería saber con qué modelos juegan esas grandes urbes. En el caso de Barcelona, que debe saber relacionarse mejor con su área metropolitana, para que cada ciudad pueda especializarse, se atisba una voluntad, todavía no concretada. Lo dejó claro la anterior alcaldesa, Ada Colau, más como percepción y como pulsión que con políticas responsables. Se puso en contra de un turismo de masas, pero, ¿cómo se traduce esa apuesta, sin tener en cuenta a todos los actores implicados, como los holeteros, la restauración o las empresas de servicios de todo tipo?

Las intuiciones pueden ser buenas, pero hay que saber conducirlas con efectos prácticos. Y ese es el reto del alcalde Jaume Collboni, teniendo en cuenta lo que sucede en todo el mundo. La irrupción de la pandemia del Covid llevó a muchos expertos a considerar que el turismo se vería mermado, que los ciudadanos de todo el planeta y las propias empresas se plantearían una reducción de la movilidad, pensando, también, en los efectos del cambio climático. Pero, como apunta siempre un hotelero de renombre en Barcelona, “las personas quieren conocer mundo, tener experiencias”, y eso es más fuerte que cualquier restricción coyuntural.

Entonces, ¿qué hacer para que esas grandes ciudades tengan futuro para sus propios habitantes? No hay respuestas por ahora. Lo que sí queda claro es que todo confluye sobre un modelo ya existente y bien conocido en Catalunya y el resto de España. El icono podría ser Lloret, un lugar de playa, de grandes concentraciones de turistas, que ofrece cosas básicas, pero que nadie desprecia. Tanto Barcelona, como pongamos Nueva York juegan ahora en esa liga, junto a Lloret. Oferta de servicios, restauración a cualquier hora del día, disfrute y a gastar todo lo que se pueda. En ese modelo, los carriles bici o los ejes verdes son decorativos, son elementos que se pueden valorar, pero que no cambian, en realidad, el fondo del asunto. Las ciudades globales se entregan a un visitante global, con todo lo que implica: precios por las nubes, aglomeraciones, y grandes beneficios, eso sí, para las empresas globales, y pongamos como ejemplo a Inditex, que vende en todas partes, con compradores de los cinco continentes, con precios adaptados a cada territorio.

El problema es ahora de los alcaldes, que no podrán hacer nada en solitario. Desde Jaume Collboni a Eric Adams, el alcalde de Nueva York. No querrán ser Lloret -Lloret tampoco, y ha comenzado a reinventarse—pero, por ahora, siguen una misma dirección. De algún modo son conscientes de que ‘todos somos Lloret’.