Las ciudades se degradan. Barcelona no es una excepción. En media Europa son visibles los estragos de una crisis que se agudizó a partir de 2008, pero que tiene un punto de partida anterior: 1989. Cayó en ese año el muro de Berlín, certificando lo que Francis Fukuyama llamó el fin de la historia. Como anunció el entonces presidente de Estados Unidos, George Bush, la guerra fría había terminado con el triunfo de los buenos. Los buenos son los que creen que hay un Dios que ha hecho un mundo que es una mierda, al menos para la mayoría. Un mundo que en Barcelona ve cómo se agudizan las contradicciones de la ya inexistente lucha de clases, inexistente por incomparecencia de una de ellas, supuestamente representada por la izquierda.
El resultado es que la antes llamada burguesía va ganando por goleada y que los desposeídos aumentan y se concentran donde pueden. En Barcelona se puede ver a esa legión de pobres (término que la derecha procura erradicar de los medios de comunicación) durmiendo al raso en cualquier parte: los cajeros automáticos, los soportales, las bocas de metro, las playas.
Los servicios sociales no dan abasto y, además, lo que ofrecen no es lo suficientemente atractivo para quienes no tienen nada más que un carrito con cuatro pingos que tendrían que dejar fuera de los refugios.
En Barcelona, como en otras ciudades españolas y del resto de Europa, hay montones de personas que no pueden ni siquiera aspirar a un trabajo digno porque carecen de la documentación necesaria y obtenerla les resulta poco menos que imposible.
Lluïs Peermanyer explicaba el otro día cómo uno de esos sin techo, que son legión en toda la ciudad, instala cada noche sus posesiones de cartón en uno de los bancos modernistas del paseo de Gràcia, en el centro de la ciudad. Casi al lado de una plaza de Catalunya que se halla también semiokupada por la pobreza.
Como la necesidad obliga, esta gente se agarra a un clavo ardiendo: acepta jornadas eternas a precios de miseria o ejerce de mantero perseguido porque, después de todo, se trata de una actividad ilegal. Y, sin embargo, no está claro que la mera represión (única solución que se le ocurre a la extrema derecha y a otras derechas que dicen ser menos extremas) sea capaz de solucionar nada.
El problema es la extensión de la miseria. La que genera y consolida la libre iniciativa del capitalismo triunfante.
El empeoramiento de las condiciones de vida de buena parte de los asalariados, la falta de perspectiva de mejora para no pocos de ellos, mina la ilusión y la esperanza. La gente deja de reconocerse en lo colectivo. Y la derecha gobernante en Catalunya ha hecho lo que ha podido para que así fuera, recortando servicios públicos. Hoy lo público no es de nadie. En las entradas de las estaciones del metro se vive cada día un concurso de salto de vallas; hay centenares de jóvenes que viajan con la tarjeta rosa de los abuelos, cuando llevan alguna; los jubilados piden recetas para toda la familia porque es la única forma de rentabilizar las aportaciones a una seguridad social cada día más mermada. Y, en paralelo, los espacios reservados (carga y descarga, carril-bus, incluso vados y plazas de aparcamiento de minusválidos) pasan a ser del primero que los pilla.
Barcelona necesita un proyecto de convivencia global que no ignore que en ella viven también los desposeídos. Los pobres. Los que tienen hambre. Los manteros y los que recogen chatarra. Los que limpian (más o menos) parabrisas en los semáforos. Gente que se gana la vida mucho peor que los que suben los precios de las hipotecas.
No hay que engañarse: Barcelona ha estado peor. Durante los años del porciolismo no sólo era habitual la especulación y el pelotazo urbanístico, que están en la raíz de los problemas actuales de vivienda, también era una ciudad gris, con fachadas plomizas de polvo y contaminación acumulada y no lavada. Luego se inició un proceso de mejora que, con la crisis, se ha frenado y en algún caso, empeorado.
El nuevo consistorio tiene ante sí mucho trabajo y una oposición inmisericorde, como lo demuestra que la última propuesta de Collboni (ceder suelo a la Generalitat para vivienda pública) sea copiada por el alcalde de Girona (sin concretar nada, porque era puro anuncio) pero replicada por la bancada de Junts que no la rechaza, pero la pospone, como siempre que se trata de Barcelona, donde nunca hay prisa. Un aplazamiento hasta que haya planes más difíciles de aprobar. O para cuando haya independencia. El caso es no hacer nada y poder acusar a los demás de todos los males presentes, pasados y futuros.