Es el transporte colectivo más popular en algunas zonas de Asia: pequeño, ágil, rápido y menos costoso que los taxis tradicionales; muy contaminante, pero que poco a poco ha ido incorporando el motor eléctrico. Esta versión moderna del motocarro entró en Europa por Lisboa para subir a los turistas por las empinadas y estrechas calles de lugares como Barrio Alto o Alfama. Aparcan en cualquier sitio, incluidas las aceras, a la espera de pasaje o de que los clientes acaben la visita rápida a cualquier atracción.

Málaga, Sevilla, Madrid y Barcelona han sido las siguientes etapas de este fenómeno, que se presenta con la etiqueta eco, de la misma forma que años atrás ciertas inmobiliarias de alquiler de viviendas lucían el rótulo de plataformas tecnológicas. Y es que, efectivamente, ya no queman gasolina, aunque es discutible que solo el cambio de energía merezca esa vitola. Se comercializan como mototaxis destinados a enseñar los reclamos imprescindibles de la ciudad al precio aproximado de 25 euros la hora por persona.

Aunque no tienen maletero, y así lo advierten en su web, en Madrid han aparecido las primeras quejas gremiales porque picotean viajeros en Atocha y, si hace falta, cargan sus equipajes. En la capital no hay regulación administrativa para estos triciclos, mientras que en Barcelona están prohibidos por el ayuntamiento y por la Generalitat. Bueno, en realidad se confiscaron y descartaron los bicitaxi porque no estaban regulados y porque contribuían a un turismo low cost del que hay que huir.

Los tuktuk son la nueva versión de los bicitaxi, menos cutres y mejor organizados, pero aprovechan el mismo vacío legal y tienen idéntico objetivo mercantil. La oportunidad de negocio se adelanta de nuevo al ordenamiento jurídico y las administraciones, aunque en el caso que nos ocupa va más allá de fenómenos como los patinetes, las bicis eléctricas, los segways o los hoverboard porque entra también en el trillado negocio del turismo masivo y su difícil convivencia con los pobres indígenas.