La RAE define emblemático como algo significativo o representativo. En tal caso, el comercio emblemático de Barcelona será una tienda de souvenirs donde vendan camisetas del Barça, toros y flamencas de trencadís e imanes para neveras de un hortera subido. También serán emblemáticos los establecimientos de comida rápida, amablemente denominados de comida basura, que se reproducen como setas en las cercanías de las rutas turísticas habituales. Porque esa es la idea que van a llevarse a casa la mayoría de los turistas que han pisado o pisarán nuestra ciudad y han venido a vernos.

Eh, que nosotros nos llevamos la misma impresión cuando les devolvemos la visita. La subcultura kitsch del souvenir es, diría, universal. Y qué les voy a contar de las  franquicias de comida rápida e insípida, indistinguibles unas de otras, aquí, allá o acullá. Hasta tal punto esto es así que uno puede comer exactamente lo mismo e igual de malo en Barcelona, Madrid, Roma, París, Londres, Berlín o donde prefieran ustedes, mientras haya una de esas franquicias a mano, y las hay hasta debajo del agua. Igualmente, puede uno comprarse camisetas, imanes para neveras, supuestas piezas de artesanía, figuritas de Lladró y un largo etcétera de productos estéticamente cuestionables que habrán sido fabricados en algún lugar del Lejano Oriente. Es el sino de los tiempos.

¿Antes había tantas tiendas de souvenirs? Había, pero no tantas. Se concentraban la mayoría en las Ramblas y el producto estrella era el sombrero mejicano, que resulta que no era mejicano, sino murciano. El guiri que hoy viste chanclas y camisetas del Barça, antaño vestía sandalias con calcetines blancos y un gorro mejicano-murciano.

¿Ven? Ya estoy a vueltas con los viejos tiempos. Dicen que uno se hace mayor cuando comienza a decir: «Cuando yo era niño, aquí había tal cosa», «Cuando era joven, íbamos aquí, o allá, o vestíamos así, o asá», etcétera. Pues creo que me estoy haciendo mayor, porque desde hace una temporada que me da por recordar, que no siempre añorar, que aquí, donde la franquicia de ropa barata, había una librería de viejo, o que aquí, donde un bar de tapas de plástico, vendían cámaras fotográficas e instrumentos de óptica, por ejemplo.

Había locales destinados a desaparecer. Cuando niño, todavía me llevaban a ver las vacas de una lechería en el Poble Nou. Ya no quedan lecherías con vacas en Barcelona, aunque los anaqueles de los supermercados expongan docenas de tipos de leche de toda clase y condición, incluso de vaca. De hecho, se están poniendo de moda unas cafeterías cuquis, muy aparentes y ecológicas, veganas y sostenibles, donde te preguntan si en el café con leche (caffè latte, perdón) quieres la leche de avena, de almendras, de soja, sin lactosa o qué, y tengo que especificar que la leche sea de vaca. Te miran raro, claro, porque a quién se le ocurre pedir leche de vaca, pero, oigan, es un capricho y me da por ahí.

Uno va al mercado de la Boquería y se le cae el alma a los pies. Antes era un mercado, no sé si me explico, y ahora venden zumos y cosas para turistas. Un circo. Como el paseo de Gràcia, que es poco más o menos un parque temático, donde conviven tiendas de lujo con locales de comida rápida. Tiendas de lujo idénticas a las de cualquier otra ciudad en la que la marca haya abierto una franquicia.

Eso del sabor local se pierde por momentos. Recuerdo la primera vez que estuve en Florencia y la última. Florencia, ya ven. La desazón, esa última vez, de contemplar los mismos escaparates que en Barcelona, idénticos hasta en el precio, me dolió en el alma, aunque una visita al Barghello hizo mucho por curarme. Cuánto se agradece un poco de belleza y su recuerdo, sobre todo cuando tienes que enfrentarte a la impresión dolosa de la Sagrada Família in crescendo cada día que pasa, rodeada de franquicias.

La gente que compra en Amazon llora cuando cierra la librería de toda la vida, a la que no ha ido nunca a comprar nada. Los precios de los alquileres se han cargado bares, comercios y locales únicos, a los que teníamos mucho cariño y que guardaban mucha historia entre sus paredes. Si ya es difícil, muy difícil, preservar el patrimonio artístico y arquitectónico de la ciudad ante la desidia de las autoridades, ¿cómo conservaremos estos lugares? Aunque, ¿queremos conservarlos? Ahí está el quid de la cuestión.