En el año 2019, antes de la pandemia, Barcelona era la ciudad de España que preferían los expatriados con posibles para instalarse. En el 2023, ya no lo es, habiéndose vista superada en la lista de grandes destinos del sur de Europa por Málaga, Alicante, Valencia y Madrid. A un nivel global, según el Expat City Ranking, hemos descendido hasta la posición número trece de esas ciudades del mundo que el expatriado elige para llevar una vida mejor que en su país de origen. Todo parece indicar que algo hemos hecho mal, e indagando un poco, descubrimos que los precios desorbitados del alquiler (más un cierto incremento de la inseguridad) han influido en que Barcelona deje de ser el refugio ideal del expat sensible. 

Si tenemos en cuenta que el expat medio es un privilegiado financiero que suele disfrutar de un buen sueldo, deduciremos, de rebote, que hay mucha gente que lo pasa peor que él. Concretamente, el habitante medio local, al que cada vez le cuesta más encontrar un habitáculo que se pueda permitir, motivo por el que cada día hay más gente que se ve obligada a abandonar la ciudad y refugiarse en extrarradios cada vez más lejanos. Algo ha fallado en las políticas de vivienda, que, supuestamente, eran una prioridad de la administración Colau, pero que se han revelado un fracaso similar al obtenido con el resto de sus medidas ecologistas, sostenibles y llamadas teóricamente a mejorar la vida de los habitantes de Barcelona. Pese a un ayuntamiento supuestamente progresista, Barcelona ha seguido durante los últimos años el mismo camino previamente emprendido por Londres o Nueva York: convertirse en una ciudad para ricos. Y hasta los ricos, como los privilegiados expats que trabajan para grandes firmas internacionales, empiezan a considerarla un robo en descampado. La broma (a nuestra costa) consiste en que la gentrification de Londres y Nueva York ha sido llevada a cabo por capitalistas de derechas sin escrúpulos, mientras que la de Barcelona la ha impulsado una administración que se suponía que era de izquierdas. Para este viaje, francamente, no hacían falta alforjas.

La gentrificación de izquierdas ha consistido, como todo el mundo sabe, en oponerse a la apertura de nuevos hoteles y a la creación de nuevos museos (véase el caso de la delegación barcelonesa del Hermitage), en dificultar el tráfico rodado con la excusa de la sostenibilidad, en la proliferación de huertos urbanos (prodigioso oxímoron), en la defensa de la okupación, en la beatificación del top manta y en impedir que la guardia urbana haga su trabajo en condiciones (por no hablar del fomento de medios de transporte alternativos, como bicicletas, skateboards y patinetes, que nadie se ha preocupado de regular). Y lo más sangrante de esa gentrificación supuestamente de izquierdas ha sido la falta de eficacia a la hora de hacer frente a los cada día más escandalosos precios de la vivienda, sin olvidar los tiros en el pie modelo la pacificación de la calle Consell de Cent, que ha quedado muy mona y muy peatonal, pero que, en la práctica, ha convertido la calle Valencia en una réplica de Sunset Boulevard en hora punta y ha incrementado los precios de compra y alquiler en la zona porque a todo el mundo le gusta vivir en un sitio sin coches ni ruidos.

No sé qué planes tendrá (si los tiene) la administración Collboni para revertir las ideacas de Ada y su pandilla, que han convertido Barcelona en una ciudad carísima que, además, tampoco ofrece a cambio del clatellot cotidiano las alegrías culturales que sí ofrecen Londres, Nueva York y hasta Madrid (que nos da sopas con honda en el panorama artístico expositivo). Hacer con Barcelona lo que Tony Blair y Rudy Giuliani hicieron, respectivamente, con Londres y Nueva York, aparentando que se representa una ideología progresista de izquierdas, es uno de los mayores timos morales a los que se puede dedicar un ayuntamiento.

Y, sintiéndolo mucho por los expats, yo diría que los principales afectados son los locales, cuyos sueldos, a menudo costrosos, les impiden vivir en su propia ciudad, de donde son expulsados a distancias cada vez mayores. Estamos repitiendo el proceso de Nueva York, donde uno veía a sus amigos irse de Manhattan a Brooklyn, de Brooklyn a Harlem, de Harlem a Nueva Jersey y de Nueva Jersey a Pensilvania. Con la diferencia de que allí te jorobaban la vida los capitalistas implacables y reaccionarios, mientras que aquí te la han amargado unos que aseguraban ser progresistas y querer lo mejor para ti. Intenciones aparte, el resultado ha sido el mismo y no sé si hay manera (y voluntad) de revertirlo.