Este martes, 5 de diciembre, ha sido un día raro en Barcelona, de esos martes que en el Servei Català de Trànsit (SCT) llaman martes-viernes. A pesar de que era lectivo, a primera hora de la mañana el ruido ambiente en la comunidad de vecinos era más bien de sábado, incluso domingo, llevaba puesta la sordina; sin prisas, como ocurría en la calle: menos coches de lo habitual y más tranquilidad.

Era una mañana como de resaca de la gran ola que se produciría por la tarde a partir de la hora en que la gente subiría al coche dispuesta a saturar cualquier carretera rumbo a cualquier destino previamente saturado. (En Madrid, ya han previsto el cierre de la estación de Sol para metro y cercanías entre las seis de la tarde y las nueve de la noche en las fechas centrales de estas fiestas para evitar situaciones de peligro por la enorme concentración de viajeros que suele producirse).

Las reservas hoteleras para el puente de la Constitución, o de la Inmaculada como se dice en los ambientes independentistas tocados por una irrefrenable y repentina devoción mariana, han aumentado casi un 40% en relación a las mismas fechas de 2019. Y eso a pesar de que los precios han subido en torno al 20% este año.

Un furor de consumo vacacional, por otra parte, que es muy de agradecer para quienes nos quedamos en la ciudad porque parece incluso que haya disminuido la afluencia de turistas. Es difícil determinar a qué responde ese impulso centrífugo, aunque las cifras de empleo –más de 20,8 millones de afiliados a la Seguridad Social desde julio--, de crecimiento –el PIB per cápita mejoraba en octubre un 6,9%, tras dos ejercicios con un crecimiento sostenido anual por encima del 9%-- y de ingresos –la recaudación tributaria neta subió el 5,2% hasta octubre pese a las rebajas de tipos de varios impuestos— permiten concluir que las cosas no van mal, que los ciudadanos disponen de dinero y son optimistas respecto a su futuro.

En otros tiempos, en lugar de animar a los funcionarios a revolverse contra el Gobierno José María Aznar estaría repitiendo aquello de “España va bien”. Y su sucesor proclama que el país “vive la peor crisis política de los últimos 45 años”. Es más que probable que si los conductores que ayer hacían cola en las carreteras españolas oyeron a Alberto Núñez Feijóo tratando de amargarles la escapada cambiaran de emisora sin molestarse siquiera en repasar capítulos recientes de nuestra historia –golpe de Estado del 23-F, crímenes de ETA, atentado islamista del 11-M, golpe a la Constitución de octubre de 2017-- que desmienten ese teatrillo del enfrentamiento eterno.