El gregarismo es consustancial al género humano. Lo estamos comprobando una vez más durante este período pre navideño, cuando vemos por televisión esas imágenes del centro de Madrid abarrotado de gente que parece haberse puesto de acuerdo para disfrutar del jolgorio lumínico propio de estas fiestas (dejemos de lado los esfuerzos individuales por destacar y marcar paquete navideño, como el del alcalde de Vigo, que se pone en agosto a preparar los fastos de la Navidad, o el de Xavier García Albiol, alcalde de Badalona, quien, este año, se ha marcado un árbol de navidad más alto que el de su homólogo gallego: ¡40 metros de árbol frente a los 38 del de su colega!).
En Barcelona también nos estamos poniendo las botas de colapsar el centro de la ciudad con cientos de familias que disfrutan aglomerándose en las zonas más iluminadas, pero le hemos añadido al sindiós nuestro hecho diferencial, que, en este caso, consiste en ponerse en peligro a uno mismo y a su descendencia colocándose en la calzada del paseo de Gràcia cuando el semáforo está en verde para sacarse una foto con las luces al fondo: ¡yo estaba allí y lo vi todo! (ese sería el subtexto de tan peculiar iniciativa). El problema es que la luz verde del semáforo de turno dura lo que dura (que no es mucho) y que un fotógrafo lento puede exponerse al peligro de ser atropellado o, aún peor, de que se lleven por delante a un ser querido: agarrar a un pobre crío, colocarlo en mitad de la calzada y sacarle fotos mientras, a sus espaldas, los automovilistas no ven la hora de que se les permita seguir conduciendo, denota cierta inconsciencia, aunque no es del todo imposible que sea absolutamente descartable en la época que nos ha tocado vivir y en la que, al parecer, lo que no se inmortaliza, no ha sucedido nunca.
Llevamos tiempo sometidos a la absurda dictadura del selfi. Todo aquel que tenga un amigo foodie habrá tenido que someterse a una molesta espera para atacar la comida porque su compañero de mesa tiene que sacar una fotografía del comistrajo de turno. Pero esto resulta hasta tolerable si lo comparamos con otros excesos fotográficos, como el de esos que intentan retratarse al borde de un precipicio y se acaban cayendo por él (y diñándola, frecuentemente). ¿Qué poner en la lápida de esas víctimas del autorretrato? ¿Murió haciéndose una foto? Hasta ahora, el mejor texto que uno había encontrado en una lápida fue Va morir caçant bolets (Murió cogiendo setas), que resultaba un pelín ridículo, pero no tan insultante como Murió por retratarse en un paisaje singular o, aún peor, Murió porque su padre lo puso en mitad de la calzada para hacerle una foto.
El fantasma de la estupidez sobrevuela el mundo del selfi. No nos basta con ver la torre de Pisa: tenemos que retratarnos delante de ella (a ser posible, aparentando que la sostenemos). No nos basta con disfrutar de un plato de comida: tenemos que congelar el instante. No nos basta con admirar el mar embravecido: tenemos que darle la espalda, sonreír al móvil, perder el equilibrio y precipitarnos al vacío. No nos basta con llevar a nuestros hijos a que disfruten del ambiente navideño: tenemos que lograr que los atropellen por sacarles de su hábitat urbano natural, que es la acera.
Gracias a esta última tendencia, la Guardia Urbana ha tenido que destacar a algunos efectivos para controlar a los padres de familia dispuestos a sacrificar a sus vástagos por una foto de recuerdo del entorno navideño del año 2023, cuando nuestros polis deberían estar impidiendo robos de relojes o desactivando peleas a machetazos. Es como si fuésemos incapaces de disfrutar de las cosas si no las fotografiamos, como si hubiésemos perdido la memoria y necesitáramos tenerlo todo retratado y archivado, como si necesitásemos pruebas de que estuvimos en tal sitio a tal hora de tal día de tal año. Parece que queramos sustituir los recuerdos fugaces, con su componente sentimental, por pruebas tangibles de que vivimos tal o cual experiencia.
¿Qué pensará dentro de unos años el crío al que situaron en mitad del paseo de Gracia para fijar su presencia en un tiempo y un lugar? Me temo, que, si yo fuera ese crío, acabaría imprimiendo la foto y le pondría un subtítulo adecuado: El día en que mi padre intentó deshacerse de mí amparándose en el espíritu navideño.