Una vez que ha bajado el suflé del procés, dicho sea tanto en referencia al desánimo generado por las mentiras de sus inspiradores, los que engañaban atribuyendo el movimiento nacional a una corriente popular que empujaba a los de arriba, como al vacío provocado por lo banal de aquella revolución, más basada en el cabreo que en la razón, casi lo único que queda es la aversión a la monarquía; no a cualquiera, que el independentismo se jacta de un pasado supuestamente glorioso de vasallos nostrats, sino a la borbónica.

La intervención de Felipe VI de Nochebuena, se esté de acuerdo o no con la figura de quien pronunciaba el discurso, se centró en el respeto a la Constitución como norma básica y marco de convivencia imprescindible para la democracia española, incluso para la convivencia.

No existen valores republicanos más profundos que la libertad, las leyes y la participación popular en la toma de decisiones. Y, por paradójico que pueda resultar, el titular de la Corona parece haber llegado a la conclusión de que el futuro de la institución que encabeza pasa por respetar –y hacer respetar-- esos valores republicanos.

En paralelo, ciertos círculos, huérfanos de ideología, tratan de aprovechar los réditos políticos de un viejo monarca que se consume en Oriente Medio, al que en tiempos no tan lejanos rendían pleitesía sobona, presumen de un republicanismo teatral, del que solo conocemos la puesta en escena porque es lo único que existe. Como cuando el PNV descalifica el discurso del jefe del Estado con la sesuda reflexión de que sus palabras han debido complacer a la ultraderecha; una argumentación clavada por hueca a la del independentismo catalán.

Mucha impostura y toreo de salón, como se decía antes. La gente de ERC, los neoconvergentes y los comunes han competido entre ellos para ver quién era más grosero con Felipe VI cuando visitaba Cataluña. Pero ha llegado Jaume Collboni a la alcaldía de Barcelona, ha sido educado y protocolario con la familia real, y nadie ha dicho nada; al contrario.

Era puro teatro, populismo barato sin respaldo popular: ahí tenemos las cifras del barómetro municipal de Barcelona que aplauden la gestión del nuevo alcalde para ver que los desplantes eran mucho más postureo electoralista que representación de los barceloneses. Eso no es republicanismo, sino en todo caso antirrepublicanismo.