La noche de Navidad, la barcelonesa calle de Mandri se vio literalmente okupada por un millar de chicos y chicas de buena familia a los que les dio por ponerse a pimplar en la vía pública. A eso de la una de la madrugada se dejaron echar, sin protestar mucho, por la Guardia Urbana, que, previamente, se había visto obligada a cortar el tráfico y tomar otras medidas para hacer frente al improvisado sindiós navideño. La cosa recordaba a una versión pija del despiporre anual en Gracia durante su fiesta mayor (con la diferencia de que ahí se dan a veces enfrentamientos con la policía), o del desalojo de las playas de la Barceloneta en la noche de San Juan (ahí van todos tan cocidos que la resistencia a las fuerzas del orden es casi nula: el principal problema que plantean muchos de los juerguistas es despertarles porque están durmiendo la mona en la arena), o de la desactivación de jolgorios organizados por okupas profesionales o colectivos que aseguran estar en contra del sistema (sea lo que sea ese sistema)…

Los que podríamos definir como “desalojados habituales” suelen defender su costumbre de usufructuar el espacio público aduciendo su falta de posibles (excusa frecuentemente falsa, pues hay mucho okupa que cada sábado lleva la ropa sucia a casa de mamá para que se la lave, tras prohibirle terminantemente el posterior uso de la plancha), al latrocinio desmesurado de bares y locales (coartada habitual del adicto al botellón), a la peculiar teoría de que la calle es de todos y todos pueden disfrutarla, aunque sea amargándole la vida al vecino o a cualquier otra coartada que suene a progresista y a denuncia de una sociedad injusta y cruel con su juventud desvalida.

Los “desalojados habituales” suelen ser considerados parte del lumpen por el sector más biempensante de la sociedad barcelonesa, y a nadie le preocupa mucho si a alguno de ellos le cae un porrazo por resistirse o atacar a la autoridad. Lo que llama la atención en el caso de la calle Mandri es que los juerguistas nocturnos viven en un barrio de gente acomodada y se supone que disponen del dinero suficiente para emborracharse en el interior de bares y locales, lo que los deja sin excusa alguna para marcarse un botellón como el de la otra noche, que no fue a mayores porque los borjamaris y los cayetanos de turno deben ser, como sus padres, gente de orden a la que nunca se le pasaría por la cabeza ponerse farruco con los agentes de la autoridad.

De todas formas, es curioso que las costumbres del lumpen empiecen a contagiarse a los habitantes del Upper Diagonal. Y, puestos a buscar algún tipo de explicación a tan extraño fenómeno, uno ha llegado a la conclusión de que hay algo que hermana a barceloneses, catalanes y españoles por igual: la desobediencia social, la tendencia al desfase, la propensión a saltarse las normas o como quieran ustedes llamarlo. El lumpen se busca excusas sociales, el borjamarismo no las necesita. Pero ambos colectivos acaban convirtiéndose en un grano en el culo de su vecindario, cuya búsqueda de soluciones, me temo, tiene bastante que ver con su poder adquisitivo (o su carencia de él).

Algo me dice que el botellón pijo de la calle Mandri no se repetirá tras las previsibles broncas de los padres de los cayetanos, y caso de reproducirse, lo hará de una manera que no conduzca al reparto de porrazos por parte de las fuerzas del orden, porrazos que, una vez finiquitada la administración Colau (empieza a resultar patética la insistencia de Ada en pintar algo en el nuevo ayuntamiento cuando los recientemente encuestados por la asociación Construim Barcelona consideran (más del 81%) que la inseguridad ciudadana se disparó durante el mandato de los comunes, por no hablar de que más del 75% de dichos encuestados detestan las super illes), podrán repartirse con liberalidad en los cirios que monten okupas, antifascistas de boquilla, antisistema de lavadora materna y demás ciudadanos presuntamente alternativos (aunque no se sepa muy bien a qué).

Barcelona es una ciudad donde impera el orden geográfico. Se extiende de la montaña al mar. En la parte alta viven los ricos. En la baja, los pobres. En la del medio, esa clase media diseñada para evitar que los ricos echen a los pobres al mar y que los pobres repten urbe arriba para asesinar a los ricos. Bajo ese punto de vista, en la calle Mandri no pueden abundar los anti-nada con coartada social. Que no cunda, pues, el pánico entre las personas de orden. Era la noche de Navidad, el frío no era excesivo, en la calle se estaba tan ricamente pimplando y, aunque se tocó las narices levemente al vecindario, no hubo que lamentar males mayores. Celebremos, entonces, como se merece este extraño hermanamiento entre el lumpen y la burguesía, tan adecuado, por cierto, en estas fechas tan entrañables.