Llama la atención la comedia que han montado algunas comunidades autónomas en torno al uso de las mascarillas tras el repunte de infecciones respiratorias de las últimas semanas. Incluso aquellas que anunciaron su voluntad de hacerlas obligatorias en el ámbito sanitario antes de que el propio Ministerio de Sanidad tratara de coordinar una acción conjunta se lanzaron a utilizar el asunto como arma de desgaste de la ministra del ramo, y del Gobierno.
En el caso de Catalunya, la peculiar situación del Govern minoritario y monocolor de ERC nos ha privado, afortunadamente, de participar en semejante espectáculo. La Generalitat ha evitado meterse en el barro y ha mantenido su decisión inicial de volver al uso obligatorio de los protectores en los centros asistenciales.
Sin embargo, no faltan los negacionistas que ven en la eclosión de las infecciones una nueva oportunidad para denostar los consejos científicos que tratan de contener la expansión de las enfermedades y evitar el colapso de la asistencia primaria y los servicios de urgencias. Son los mismos que niegan la eficacia de las vacunas y, ahora a cara descubierta, denuncian las incoherencias --reales e imaginarias-- de las campañas sanitarias masivas.
Porfían en realidades incuestionables, subrayando las probabilidades de error o de ineficacia de las medidas profilácticas, algo que siempre ha existido, pero que ahora presentan como la revelación que permite cuestionar el sistema sanitario. Un sistema que con sus luces y sombras –las multinacionales del sector son las más ricas del mundo tras las tecnológicas-- ha permitido mejorar la calidad de vida de la humanidad, además de aumentar la longevidad. Parece que pretendan olvidar lo que supuso el descubrimiento de la vacuna contra la Covid en un tiempo récord.
Es curioso que mientras en el mundo de la política y los medios hay quien a día de hoy cuestiona las medidas sanitarias, los ciudadanos han dado una respuesta unánime y coherente. El viernes pasado visité un conocido centro hospitalario de Barcelona. Nadie usaba mascarilla; incluso pude oír a una enfermera que anunciaba su voluntad de negarse si la consejería la imponía. “Vaig acabar farta”, se explayó la señora en referencia a los tiempos de la pandemia. Ayer visité el mismo hospital: solo un sanitario con el que compartí ascensor prescindía del cubrebocas, ni siquiera de adorno sobre la nuez. Pero todos los demás lo llevaban, y correctamente puesto.