Barcelona es una ciudad de espías, según las últimas estadísticas. Los últimos en llegar han sido siete agentes secretos rusos que han sido descubiertos por El Periódico de Catalunya. Vinieron para enterarse de qué iba el proceso de nunca acabar y ofrecer sus servicios al forajido de Waterloo, pero así han acabado ellos y su presunto cliente, que se fugó en un maletero. Haciendo un mal negocio, el ridículo y con las vergüenzas al aire. Pertenecían al servicio ruso de inteligencia militar, pero al parecer, ser militar, inteligente y ruso es misión imposible.

Todo indica que ni los espías rusos y ni los espías locales al servicio de los rusos ya no son lo que eran cuando llegaron los primeros enviados por su papaíto Stalin para montar checas y liquidar a trotskistas, anarquistas, católicos, burgueses y a todo disidente posible. Hubo barceloneses que colaboraron con ellos, como otros barceloneses espiaron para Hitler. Así lo demostró Daniel Arasa en su libro Los españoles de Stalin (Ed. Vorágine, 1993). Y ya tuvieron antecesores durante la Gran Guerra, como investigó Roser Messa en su obra Espíes de Barcelona (Ed. Comanegra, 2021). Para acabar de destaparlos, Agustí Pons ha puesto nombres y apellidos de barceloneses famosos sufragados por la URSS y por la CIA desde la guerra civil hasta transición. Véase: Catòlics, comunistes i cia. Intel.lectuals catalans i Guerra Freda. (Ed. 1984, 2024).

Para ser más ilustrativa, durante la BCNegra Roser Messa mostró un ruta de los espías que discurre por el Raval, el Poble Sec y los lugares donde actuó la siniestra Banda Negra cuando el pistolerismo. También debatieron ante el público y la crítica la periodista Gemma Saura, Roger Torrent, político presuntamente espiado con el sistema Pegasus en su teléfono y un agente de los Mossos. Concluyeron que como las nuevas tecnologías son vulnerables ante los ataques y los espionajes cibernéticos, es más seguro volver a sistemas clásicos como la tinta invisible y las palomas mensajeras.

A todos ellos hay que sumar los que espiaron a políticos catalanes que usaban unos móviles de pacotilla a cargo de los contribuyentes. Aquel agente mallorquín que espió y sedujo a jóvenes activistas antisistema en Sant Andreu. Y la espía amada por un pardillo líder independentista de Girona. Sin olvidar a los espías del uso del catalán en aulas, patios y casales. Promocionó el espionaje la concejala sin cartera Ada Colau, que malgastó dinero público creando una cuadrilla para espiar a alcaldes y alcaldesas del Área Metropolitana. Su misión textual era: “controlar las reuniones de los ediles”, “cotejar sus agendas de género” y la “adscripción política” de las autoridades locales de 35 municipios. Es decir, una descarada especie de brigada político social. Además, se inventó un negocio femenino dedicado a acumular y propagar datos. Para ello subvencionó una Agencia de Transparencia que premiaba proyectos como una escuadra de cazadoras de brujas al servicio de Colau. Un remedo de con faldas y a lo loco del KGB que contribuyó a que Barcelona sea el paraíso de los espías.