Al nacer, se llamó Moshe Segal o Movsha Játskelevich Shagálov, según se dijera en yidis o en ruso. Luego cambió de nombre varias veces, ahora en yidis, ahora en bielorruso, ahora en ruso y finalmente, en francés, porque emigró a París en 1923. Allá se llamó Marc Chagall y con tal nombre ha pasado a la posteridad. Ese batiburrillo de nombres responde a una biografía accidentada y triste, semejante a la que sufrieron muchas personas durante la primera mitad del siglo XX. Chagall era judío. Nació en un pueblecito tocando a Vítebsk, hoy en Bielorrusia, un lugar poblado por una mayoría judía, acostumbrada a la discriminación, las persecuciones y los pogromos a los que eran tan aficionados los rusos bajo el imperio de los zares.
Por eso, Chagall, como tantos otros judíos, abrazó la Revolución Rusa con fervor, pero el desencanto sobrevino enseguida por las desavenencias con Malévich —padre del suprematismo— y la pronta inclinación de las autoridades soviéticas hacia la tiranía. De ahí que acabara en París con Bella Rosenfeld, su mujer. Sufrió la tristeza del exilio. En vida, fue testigo de dos guerras mundiales, tuvo que huir de los nazis, perdió a su mujer… Su pintura, su arte, en cambio, nos cautiva de inmediato por sus colores vivos y su apariencia infantil, alegre y vitalista. Propone una realidad alternativa, colorista y hasta cierto punto inocente, onírica. Pero a poco que prestemos atención, asoma la añoranza de la infancia y el alma melancólica que suele asociarse a su pueblo y a su tierra, por mucho que sea el alma de Chagall la que se expresa. Pero, con esa mochila a cuestas, bastan dos o tres pinceladas de colores primarios para transmitirnos también esperanza y alegría. Chagall consigue emocionarnos a menudo con tanta sencillez. Recuerden que aquello que parece fácil es lo verdaderamente difícil, en el arte y en cualquier otro ámbito.
Ni que decir tiene que he pasado estos días por el Palau Martorell, donde, desde el pasado octubre y hasta finales del mes que viene, se nos ofrece la exposición Marc Chagall, El color de los sueños. Uno de los espacios más interesantes de la exposición son las aguadas que ilustraron Las Fábulas, de Jean La Fontaine. Todas y cada una de las fábulas. Fue una obra que le propuso un editor y amigo, Vollard. Cuando corrió la voz de que Vollard había pedido la ilustración de algo tan francés como Las Fábulas a un extranjero (sic), Vollard saltó y se encaró con el chovinismo de sus compatriotas, que, como todos los chovinistas, eran básicamente idiotas. Tenía razón, naturalmente, claro que la tenía.
Chagall acabó siendo una de las joyas de la corona del arte de la República Francesa. La Ópera de París, ese monumento al neobarroco tan del gusto de Napoleón III, cuenta con un fresco de Chagall sobre el patio de butacas que consigue robar el protagonismo a todos los dorados de pacotilla. Fue una idea de De Gaulle, quien poco después le concedería la Legión de Honor. Más francés que eso… Chagall, ese extranjero que se atrevió a pintar Las Fábulas de La Fontaine, es hoy venerado en toda Francia, orgullosa de haberlo acogido con los brazos abiertos. O no tan abiertos, que ya hemos visto que el chovinismo desconfía de los extranjeros.
Hubo un pasado en que Barcelona se mostraba con los brazos abiertos al talento y la
belleza. Es verdad que tendemos a ser románticos e idealizamos mucho el pasado, pero uno se pregunta si ahora mismo sería posible algo parecido al boom sudamericano que nació en nuestra ciudad, a aquella reunión de poetas y escritores tanto de castellano como de catalán que se mezclaban en los bares y las conferencias, a tantos músicos, pintores, escultores o arquitectos que tenían la mirada puesta en Barcelona. Mucho me temo, y lamento tener que decirlo, que hemos optado por una cultura folclórica y provinciana, que atiende más a las subvenciones y a la voz de su amo que a la creación, la imaginación y la innovación.
Eh, me advertirán, que tenemos muchos expats por aquí. Ese es un palabro que señala a un tipo que prefiere estar conectado al ordenador y cobrar un sueldazo en un sitio con sol y playa que en su tierra, que tiene un clima asqueroso. Veré algún expat, de acuerdo, pero no veo mucho Chagall por Barcelona, no sé si me explico, y eso duele.