Recorrer a pie una ciudad me parece una de las mejores cosas que podemos hacer. Por el contrario, atravesar una ciudad a la carrera se me antoja una excentricidad que no sé por qué se ha puesto de moda. Se supone que es un acto deportivo y cívico, pero a veces hay quien lo paga con la vida, como el desdichado corredor francés que reventó en la reciente maratón de Barcelona: el hombre se vino para aquí a echar una carrerita y volverá a su país en una caja de pino, demostrando que no todo el mundo vale para esta clase de desahogos y que tal vez habría que afinar un poco a la hora de seleccionar a los participantes. De ahí podríamos pasar a reflexiones modelo meme sobre los peligros del deporte y la bondad de las drogas y el alcohol, como demuestra la longevidad de los Rolling Stones, pero no hace falta y me alejaría de mi principal interés a la hora de redactar esta columna: apuntar lo intempestivo que resulta organizar carreras urbanas: las calles de la ciudad están para recorrerlas paseando, no corriendo como si te persiguiera tu sastre, al que le debes los tres últimos trajes.
La cosa es de origen extranjero y se basa en la sacralización del deporte como algo que todo lo cura (hasta en First Dates se valora que tu posible pareja haga algún deporte; si no es así, da la impresión de que hay algo que no funciona contigo). Yo esperaba que cuando se puso de moda correr en solitario por la ciudad, se impusiera el casticismo y los corredores fuesen tomados a chufla por la ciudadanía, que les dedicaría comentarios como: “¿A dónde vas, chalao?”. Pero, aunque se diera algún caso de resistencia castiza al jogging urbano, la gente, en general, se lo tomó como algo que había llegado para quedarse y que, además, nos hacía sentir más europeos, más modernos, más americanos, más progresistas… Luego llegaron las maratones, inspiradas en la de Nueva York, que siempre me recuerda un episodio de Seinfeld en el que Jerry y sus amigos están encerrados en casa para no ser arrollados por la masa veloz de corredores y haciendo comentarios sarcásticos sobre éstos, a los que consideran unos pobres de espíritu (menos el compadre de Jerry, George Costanza, que asoma a la ventana para gritar: “¡Todos sois campeones!”, en una nueva muestra de su habitual buenismo tontorrón).
La muerte del ciudadano francés en Barcelona es una triste desgracia, pero no es la única pega que puede ponérsele a las malditas maratones. Pensemos en los cortes de calles para que los sagrados corredores puedan dar rienda suelta a su insania deportiva, jorobando a todos los que deben desplazarse en coche o en autobús a algún punto de la ciudad. Me pregunto por qué una actividad tan particular como echar a correr por Barcelona debe sacralizarse de tal manera que todo lo que la moleste o interfiera debe ser eliminado.
Me temo que todo empezó con Pasqual Maragall y su beatificación de la bicicleta, a la que siguieron todo tipo de seudo transportes (patines, patinetes etc.) que solo han contribuido a amargarle la vida al peatón, un ser en el que no parece pensar nadie a la hora de organizar una ciudad (como no sea para crear super illes que incrementan el precio de los alquileres y de la compra de apartamentos en la nueva zona peatonal). Llámenme reaccionario, pero yo circulaba más a gusto cuando en mi ciudad solo había peatones y conductores. Los primeros íbamos por la acera; los segundos, por la calzada. ¡Y a nadie se le ocurría invadir el espacio ajeno! Ahora te puedes encontrar por la acera a ciclistas, patinadores o conductores de patinetes eléctricos, cuando solo sería admisible la presencia de sillas de ruedas.
No sé si tenemos una idea clara de lo que es el progreso. Se supone que las maratones urbanas forman parte de ese progreso, pero, qué quieren que les diga, a mí me parecen una idea de bombero cuya necesidad deberíamos replantearnos. Para evitar muertes imprevistas y para que a los habitantes de esta bendita ciudad nos dejen pasear en paz.