La ciudad vive una gran actividad. Barcelona, lejos de la idea de decadencia –aunque eso puede ser subjetivo, y depende de lo que se desee realmente para una ciudad—se ha convertido en un foco de atracción mundial. La belleza de la urbe no se discute. La fuerza de distintos sectores económicos, como el tecnológico, es una evidencia. La ciudad se abrió al mar, se transformó con planes urbanísticos serios y bien pensados, y, desde los Juegos Olímpicos de 1992 es una plaza que cuenta en el mundo, conocida y valorada. Sin embargo, ese éxito, --ha sucedido en otras grandes urbes—comporta una cara B, implica algunas externalidades negativas que no se han querido ver, o que no se han sabido analizar con cierto mimo. Y es que el éxito de su modelo, con hoteleros dinámicos, con restauradores atrevidos, con una promoción dirigida a distintos públicos internacionales, ha conllevado una saturación de turismo en zonas muy concretas, en distritos como Ciutat Vella o una parte del Eixample.
Las repercusiones han sido claras: una presión sobre el precio de la vivienda, con alquileres imposibles, porque el propietario o el inversor sabe que la rentabilidad es mucho mayor que cualquier otro producto financiero: desde un depósito en un banco hasta los bonos del Estado o las acciones siempre fluctuantes de una empresa. Eso está bien para esos propietarios --muchos de ellos no son grandes tenedores, pero disponen de unos cuantos activos con los que la vida se hace realmente gratificante-- pero complica las cosas para los propios residentes en la ciudad, para los locales y sus hijos, que se ven obligados a buscar suerte en el área metropolitana, provocando, a su vez, presión en esos habitantes que, como fichas de dominó, buscarán acomodo en comarcas interiores de Catalunya.
Todo eso estaría bien siempre que se alcanzara un pacto social por el que las administraciones pudieran garantizar casa y transporte a noventa o a cien kilómetros de Barcelona con precios asequibles. ¿Se da hoy esa posibilidad? Queda lejos y, además, no parece que se dibuje con celeridad.
Hay otro elemento que ha aparecido en los últimos años. Es el que guarda relación con los nómadas digitales, con los expats, los profesionales extranjeros que tienen buenos trabajos y que deciden trabajar en Barcelona durante un tiempo de su vida. Algunos, incluso, deciden proyectar su vida ya desde la capital catalana. Más presión, por tanto, sobre la vivienda y el tejido comercial de la ciudad, que busca cómo adaptarse a ese nuevo público.
Se puede pensar en regular, en tratar de minimizar los costes, pero es evidente que se trata de un fenómeno global que no se va a detener. Sí se puede, sin embargo, implementar compensaciones. Si un vecino de Ciutat Vella está disconforme con esa presencia de expats, por el aumento de precios en muchos de los servicios que se desarrollan en el barrio, ¿debería poder pagar un porcentaje menor de IBI? ¿Debería disponer de una especie de carnet para acreditar que es un barcelonés, y que no tiene por qué pagar por un desayuno como si se tratara de una comida a la carta?
Porque lo que sí es evidente es que todo el dinero que genera esa nueva condición de Barcelona, como ciudad global, no repercute demasiado en los propios habitantes de la ciudad. Los hoteleros señalan que aumenta la riqueza, que es bueno ese turismo internacional y la presencia de expats. Pero, ¿qué se queda realmente en la ciudad?
Pongamos el ejemplo al revés, desde el punto de vista de un barcelonés que visita una ciudad internacional. Una pareja que viaja a Nueva York desde Barcelona. Lo que se deja en una semana en Manhattan, en cinco días, vigilando el gasto, es algo más de cien euros por persona y día. La pareja mira la cartera y calcula el porcentaje de las obligadas propinas, y descubre, sí, que se ha gastado sobre los 1.200 euros en la ciudad. ¿Es mucho? El hecho es que se ha gastado más de cinco mil euros entre aviones y hoteles y seguros. ¿Quién se lleva la parte del león? ¿Qué ganan realmente los comercios y las empresas de servicios en las ciudades?
Pensemos en Barcelona. En las parejas norteamericanas que llegan, en las europeas, y veremos que la ciudad no gana tanto con el turismo. Y, además, las externalidades negativas son cada vez más notorias.
Algo habrá que hacer, porque, en caso contrario, esa combinación entre hoteles y la presencia de expats será incompatible con la presencia de los actuales habitantes de Barcelona, a los que se les está diciendo que se vayan, aunque con una voz suave y amable. Por ahora.