Al final, los jueces lo han conseguido. Hoy prácticamente ningún español se siente seguro si tiene que enfrentarse a un juicio. Parece claro que el resultado depende de lo que quiera interpretar su señoría. Y si es un tribunal formado por varios miembros, cabe la posibilidad de que uno opine una cosa y otro exactamente la contraria. Lo grotesco es que la judicatura pretenda que ambos tienen razón, en abierta contradicción con las leyes de la lógica. Pero eso pasa cuando se emplea un idiolecto como el jurídico, ajeno por completo a las normas del lenguaje ordinario y del sentido común.
Y junto al absurdo de los jueces, está el absurdo de los equipos de juristas de las instituciones, que elaboran informes favorables a quien manda, tenga razón o no. La penúltima peripecia son los dictámenes sobre la ley de amnistía hechos por los abogados del Senado y del Congreso. La última, las discrepancias entre la Fiscalía y el Supremo. ¿De verdad han recibido la misma formación jurídica? El fiscal general ha dicho algo quizás relevante: “Sabíamos que cambiar la Justicia no sería fácil”.
En Barcelona son tres las sentencias que anulan los ejes verdes de la época de Ada Colau. Es perfectamente posible que las tres sentencias se ajusten a derecho, pero es difícil no recordar que hace unos meses una juez decidió no admitir a trámite una querella de quien fuera arquitecto jefe municipal, Josep Anton Acebillo. Los razonamientos eran prácticamente los mismos que han servido para condenar y pedir la reversión de las obras. Un asunto distinto, pero no baladí, es que las sentencias se hayan producido con tanto retraso que la obra está acabada.
Los abogados tienen excusa para lo que hacen: defienden a quien sea, aun sabiendo que es un delincuente y que ya ha matado o puede matar a alguien (caso del narco fugado tras una actuación calamitosa de la Audiencia de Málaga) y lo hacen por dinero. Los jueces, en cambio, parecen hacerlo por amor a unas determinadas ideas o al partido que las sustenta y que, cuando gobierne, puede proporcionarle alguna prebenda en forma de comisión en una embajada o cargo en un tribunal superior. Pretender que todos los jueces dictan siempre sentencias justas porque lo hacen en conciencia, como sugirió hace unos días el presidente del Consejo General del Poder Judicial, Vicente Guilarte, es una temeridad, en el mejor de los casos. La conciencia es muy, pero que muy acomodaticia.
Cualquiera que fuera al médico tosiendo y le diagnosticaran una rotura de fémur tomaría precauciones y buscaría una segunda opinión antes de dejar que le enyesaran la pierna. Con los jueces, eso no es posible. Con los abogados, sí. Basta con poder pagar la minuta y alguien defenderá la causa, con derecho incluso a mentir a favor de quien paga. Como sabía Quevedo, poderoso caballero es don dinero.
Cuando en un tribunal se dan dos opiniones contradictorias, puede ser por dos motivos. Uno: que una de las partes esté equivocada; dos: que una de las partes tenga algún tipo de interés en defender una interpretación y no la otra. El segundo caso es un delito. Se le llama prevaricación. En el primer caso, quien ignora la ley que hay que aplicar debería ser invalidado para seguir haciéndolo. Lo que no puede ocurrir es que los españoles de a pie estén a merced del ardor de estómago del magistrado que le toque por sorteo o por habilidad de la parte denunciante.
Para aquellas de sus señorías que no recuerden las características de los juicios establecida desde tiempos de Aristóteles: dos juicios contrarios pueden ser ambos falsos, pero nunca ambos verdaderos.
Las sospechas sobre los jueces se extienden a los equipos jurídicos del Ayuntamiento de Barcelona que avalaron la legalidad de los ejes verdes. Si se equivocaron (y de momento parece que sí por tres sentencias en contra y una inadmisión a trámite a favor) deberían dar explicaciones y el consistorio exigirles responsabilidades. Si son ineptos, que se vayan a casa y dejen de cobrar sueldos públicos. Si fueron serviles y emitieron informes amañados al servicio del mando, tampoco deberían seguir en el cargo porque no son de fiar.
Hay mil expresiones castellanas que recogen la desconfianza ante los jueces. Desde el “tengas pleitos y los ganes” que señala que el mero paso por los tribunales es ya una maldición, hasta el verso de José Agustín Goytisolo que hablaba de “la Injusticia y sus leyes”. Cuando él escribió el poema pudo pensarse que se refería a las leyes injustas de la dictadura y, seguramente, era así. Pero la dictadura se fue y la Injusticia (en forma de inseguridad jurídica) sigue. ¿Hasta cuándo?