El pasado lunes amaneció luminoso y exultante y nos dio pereza encerrarnos en una sala de exposiciones. Poco a poco y sin prisas, paseamos. Una amiga había venido a pasar un par de días con nosotros y no encontré ni pude imaginar mejor placer que acompañarla.

Hablamos, naturalmente, de las elecciones. Pronto quedó claro que el tema no daba para mucho. Es cierto que los resultados favorecían la especulación, pero las incógnitas quedaban en el aire y la solución, a merced de personajes mentalmente inestables. Como no íbamos a resolver gran cosa, chismorreamos lo justo y nos inclinamos por hablar de las cosas verdaderamente importantes.

Me habló de sus limoneros y jazmines. Su árbol más reciente crecía como un adolescente, espigado y desproporcionado, y prometía muchos limoncitos. Sus jazmines comenzaban a perfumar la terraza. Había plantado un rosal. Dedica tiempo a esa pequeña selva doméstica y las plantas lo agradecen. A mí se me mueren hasta los ficus, por si preguntan.

Paseamos por esas callejas que se acercan al mar y que se cruzan con plazas imprevistas, iglesias grises y palacetes escondidos. No sé dónde, en un artículo o en un libro, no lo recuerdo bien, el escritor Pérez Andújar dijo que la ropa tendida en los balcones era su bandera. Nuestra bandera, maestro. La bandera que de verdad importa. Una bandera que ondea en los barrios humildes de Palermo, Valencia, Nápoles, Atenas, Argel, Tetuán o Estambul. Fue inevitable hablar de Italia, de la que ambos estamos enamorados, de lo que habíamos visto, de lo que nos gustaría ver. De las vacaciones, claro, de esos planes que nunca se llevan a cabo y de aquéllos que ocuparán su lugar.

Barcelona fue amable con nosotros. Un café en la Plaza Real nos recordó el pasado de una ciudad golfa. Hablamos de Ocaña, de Terenci Moix, de la Gauche Divine y de literatura, porque una cosa lleva a la otra y es inevitable hablar de las buenas lecturas con que la vida nos obsequia. Hablamos, claro, de nuestras familias. De madres y abuelas, pero también de jóvenes que echan a volar, de anhelos y esperanzas. Por supuesto, de cocina. Acabamos en un pequeño restaurante que ella me descubrió hace unos meses, donde alargamos la sobremesa. Cada día que pasa estoy más convencido de que la Europa civilizada es la que baña el Mediterráneo Occidental, no la que habitan esos bárbaros del norte que comen en media hora un bocadillo insípido en silencio y gracias.

Por la noche, nos sumamos a una cena y a otra sobremesa con chismes a destajo. Unos amigos bien provistos de ellos nos hicieron pasar un rato estupendo. En fin, para no alargarme, un día redondo.

Esta descripción tan idílica no pretende ocultar que nuestra conversación orilló temas muy serios y que nuestros ojos no estaban ciegos. Barcelona puede ser muy dura. El problema de la vivienda era una losa que se abatía sobre los jóvenes y la educación pública deficiente, sobre los más jóvenes. Sueldos insuficientes, contratos-basura, ajustes de plantilla, también asomaron las narices. Algunos problemas personales también, claro, que somos personas. Hubo un recuerdo para la sanidad pública: recursos insuficientes, listas de espera, qué quieren que les cuente. Al pasear por la Barcelona vecina al mar, lo que antes se conocía como Barrio Chino, pudimos intuir empachos de abandono y soledad, edificios insalubres, suciedad. Barcelona es un poco como el Canasto de frutas de Caravaggio. Esa manzana que a primera vista parecía sana alberga un gusano.

Cuando esto escribo y oigo hablar de las elecciones, pillo a más de uno que, dejándose llevar por el resquemor de una derrota, afirma que hay quien vota mal. No perdonan que haya gente que no les vote. Pues bien, sí, es cierto: hay gente que vota mal. Miles de personas que habitan entre nosotros votan mal. Miles. Sin ir más lejos, en las pasadas elecciones al Parlament de Catalunya se emitieron más de 26.000 votos nulos. Más de 26.000 personas que votaron mal. El resto votó bien. Quizá no acertadamente, ahí no me meto, pero bien.

Aunque quizá la cifra de ciudadanos que votó mal podría ser más amplia. Los que no votaron pensando en la ropa tendida, los libros leídos, las largas sobremesas, las flores en la ventana, la educación de sus hijos o la salud de todos, los que votaron pensando que quienes no votan como ellos votan mal, con bilis y malos humores, ésos también votaron mal.