El sábado pasado se produjeron dos manifestaciones contra la masificación turística, una en Barcelona y otra en Girona. La policía municipal de ambas ciudades contó que en total habían asistido unas 3.000 personas, convocadas por un centenar largo de organizaciones.
Casi a la misma hora, en Madrid se desarrolló una concentración en defensa de los derechos sexuales –el Orgullo-- que reunió a 300.000 personas, tal como informaron también las fuentes oficiales.
Las cifras de la movilización turística son decepcionantes, sobre todo sabiendo que las encuestas municipales dicen que más del 60% de los barceloneses considera que la ciudad está saturada. Una opinión con la que empieza a coincidir el Ayuntamiento, que ha anunciado medidas severas para mitigar la masificación y sus efectos.
La manifestación de Barcelona tuvo tintes agresivos contra los turistas que encontraba a su paso, algunos de los cuales fueron rociados con pistolas de agua mientras comían o tomaban algo en las terrazas; además de ser increpados con eslóganes despectivos cantados y pegados al mobiliario de bares y restaurantes.
Y también fue abiertamente faltona contra el consistorio, su alcalde y el partido en que milita, el PSC. Les acusan de estar al servicio de los hoteleros porque Jaume Collboni cree necesario dotar a Barcelona de 5.000 nuevas plazas hoteleras en el futuro y otras 15.000 en el área metropolitana. Es el mismo Collboni que ha declarado la guerra a los apartamentos turísticos, legales e ilegales. Los primeros pueden reunir en estos momentos unas 60.000 plazas y los segundos, más de 30.000.
Ese ataque furibundo me recordó otro que sufrió Pasqual Maragall en 1993, cuando fue calificado de “señorito”, acusado de haber vuelto a sus orígenes burgueses tras unos años revolucionarios y de defender los intereses oligarcas. Esa arremetida, escrita nada menos que por Manuel Vázquez Montalbán, respondía a los elogios que el alcalde había dedicado a José María Porcioles en su funeral pocos días antes.
El gran escritor y periodista no aceptaba ni perdonaba que el alcalde del tardofranquismo viera reconocido ni uno solo de sus días de trabajo de los 16 años que dirigió Barcelona. Incluso mentaba al abuelo de Maragall a propósito de la supuesta tibieza del poeta frente a la reacción.
En realidad, Vázquez Montalbán respondía por fin a la transformación que había experimentado Barcelona de la mano de Pasqual Maragall, quien catalizó una colaboración público-privada en todo tipo de infraestructuras, también las hoteleras. Durante la preparación de los Juegos Olímpicos, el alcalde del PSC había visto que la aportación de las empresas era imprescindible para que la ciudad diera el salto que todos anhelaban.
Uno de los síntomas de esa enfermedad política diagnosticada como sectarismo se manifiesta en la dificultad para aceptar la realidad y la tolerancia. Tengo la impresión de que es la razón que explica la ridícula asistencia a la protesta del sábado pasado en Barcelona y Girona. También los resultados menguantes de ciertos partidos políticos en las urnas.