En agosto la ciudad lo es menos. Barcelona se desenvuelve lenta, ocupada cual parque temático por las inmensas y siempre crecientes hordas turísticas. Visitantes a la búsqueda de no se sabe muy bien el qué, mientras los moradores habituales cada vez más desposeídos de esta condición, los que pueden, aprovechan para huir buscando remotos y pretenciosos destinos viajeros para poder así aumentar el siempre incompleto currículum turístico y renovar también su segunda vida en Instagram. O bien, la obligada visita a una segunda residencia más próxima y también más amable que una urbe que ya no es principalmente para ellos. A pesar de que parece disminuir el optimismo extremo respecto a las bondades de la turistificación y los medios se hacen eco de quejas y pesares de algunos ciudadanos, la realidad es que, un año más, vamos a batir todos los récords de temporadas anteriores. España se calcula llegará este año a los 90 millones de visitantes, mientras Barcelona se aproximará a unos 40 millones de pernoctaciones. La capacidad de carga de la ciudad claramente desbordada y un impacto imposible de evitar sobre el insuficiente y maltratado sector de la vivienda.
Las instituciones y las declaraciones políticas afirman priorizar, a partir de ahora, el carácter residencial de la ciudad, con creación de nuevos parques de vivienda pública y protegida, proceso de eliminación del concepto “apartamento turístico” y aumento de tasas a unos visitantes a los que se afirma, sin especificar el cómo, se les va a restringir el acceso a barrios y zonas turísticamente ya muy saturadas. Buenas intenciones y cambio de prioridades, pero que llegan quizás tarde, demasiado tarde, a un proceso de transformación de la ciudad al servicio de la industria turística, que ya no tiene vuelta atrás, que resulta irreversible. Hacer promoción inversa, desincentivar a los visitantes, no se hará y en caso de hacerse daría pocos frutos. Cortar dinámicas globales, controlar el imperativo de la movilidad, cambiar modas y tendencias no es nada sencillo. Barcelona está en el imaginario del ciudadano-turista y nada puede impedir cobrarse la pieza de la visita para así festejarlo en las redes y adquirir la consideración social que se persigue. Ámsterdam, ciudad más pequeña y con un problema similar al de Barcelona, lo está intentando, apelando que de prostitución y marihuana las hay en todas partes, pero sin resultados, ya que se interpreta, además, como una forma original de promoción. Algo similar le sucede a una Venecia que ha hecho huir a sus ciudadanos y que dista mucho de representar el ideal romántico de la película de Visconti.
La otrora “ciudad de los prodigios” parece vivir una época de impasse, sensación que el somnoliente verano induce mucho más a percibirlo. Un momento de soltar resuello a la espera de un proyecto de futuro, no como marca, sino como ciudad, que recupere esplendor, creatividad, calidad de vida, modernidad, vida cultural intensa, dinamismo económico y el carácter transgresor que la convirtieron en una urbe deseable para vivir en ella. Pendientes de la decisión de abandonar su carácter puramente mercantil, un objeto de compraventa en la subasta del falso cosmopolitismo. La ciudad necesita ser recuperada como lugar para vivir y ser vivido y abandonar la condición de parque de atracciones.
El modelo probablemente es más Berlín que no el Coney Island en el que se ha convertido en los últimos años, también con su mugre y su falta de seguridad. Queda lejos el “Barcelona posa’t guapa”. Más allá de los agoreros que pretenden incendiar la sociedad promoviendo la polaridad a través de la estrategia racista y xenófoba resaltando aspectos o sucesos de poca civilidad y de expresión de violencia, lo cierto es que Barcelona ha dejado muy lejos la ciudad pulcra y amable que fue en su momento. Atrae turistas, demasiados, pero también hace la función de ciudad-refugio y el crecimiento de sus bolsas de miseria. Ciertamente, a la ciudad de Barcelona no le ha ayudado la deriva política del país, el “conflicto”, de la última docena de años. También en este sentido, parece estar a la espera de que se supere una dinámica política en que, por cierto, la ciudad nunca pareció estar demasiado cómoda. El procés, aunque tuviera sus momentums y escenificaciones en Barcelona, nunca ha sido su lugar natural, siempre respondió más bien a la cultura del provincianismo carlista de la Catalunya interior y de las comarcas de Girona. Pareciera que el país va a dar un notable tumbo político y cultural, aunque quizás es una mera ensoñación veraniega mía. Si esto sucede, aunque solamente sea en parte, Barcelona estará ante una gran oportunidad para repensarse y resituarse.