Volvemos al trabajo. Hemos pasado las vacaciones fuera de la ciudad. Quizá en otras grandes urbes. Hemos gastado una cifra económica considerable. Y hemos sido, aunque no queremos reconocerlo, unos turistas más, aunque tenemos la convicción de que hemos actuado con responsabilidad, sin derrochar recursos, con la voluntad de respetar el entorno urbano. Ya en Barcelona, vemos que el centro de la ciudad sigue repleto de… turistas, de norteamericanos, de europeos, de asiáticos, con más o menos capacidad adquisitiva. Y, entonces, pensamos que se ha alcanzado un punto excesivo. Sin embargo, ya hemos decidido que el próximo verano nuestro viaje debe ser algo más atrevido. ¿Islandia, por fin? ¿No es Reikiavik la ciudad más apetitosa del momento?
Las ciudades intentan ahora, las más importantes del mundo y, por tanto, las que atraen a un mayor número de personas, gestionar el flujo turístico, después de haber comprobado que debe imperar algún tipo de racionalidad. Y se pide, y ese puede ser el gran error, que exista una cierta selección. Es decir, que acuda a la ciudad un visitante de alto valor añadido. Menos personas, pero que dejen más dinero.
Esa no sería la solución, si lo que se quiere es reducir la presión en el entorno urbano. Si lo que se pretende es contar con ciudades más ‘verdes’, menos contaminadas, ¿ese objetivo lo garantiza el visitante con más medios económicos?
Lo explica bien el consultor Pau Solanilla en su libro La República verde, que se presentará el próximo lunes con la participación del alcalde de Barcelona, Jaume Collboni, y con la participación de Metrópoli. Señala Solanilla que la realidad es otra, y que “quién más gasta en destino no siempre está alineado con la sostenibilidad ambiental. Los que más gastan en la mayoría de ocasiones son los que más contaminan nuestros destinos, por lo que tenemos todavía mucho trabajo por delante”.
La pregunta, por tanto, que deben contestar los responsables de esas grandes ciudades turísticas, guarda relación con el verdadero objetivo que se tiene: ¿más ingresos, o ciudades más habitables, compaginando en lo posible la atracción y la amabilidad con el visitante con las necesidades de los residentes?
Solanilla entiende que ese es el reto que todos deben asumir, reclamando a los inversores que piensen realmente en cómo contribuir a que las ciudades sean sostenibles. No se trata de calcular lo que Barcelona, por ejemplo, pueda lograr el próximo verano. Las cifras, y los hoteleros lo saben bien, son enormes. El éxito de la ciudad nadie lo discute. Pero, ¿puede aguantar una ciudad el actual ritmo durante veinte o treinta años más?
El ejemplo de los turistas llamados 'excursionistas' es ilustrativo. Cada año Barcelona acoge hasta diez millones de turistas procedentes de municipios de la Costa Brava o de la Costa Daurada, que no pernoctan, pero sí pasan unas horas en la ciudad, y que contaminan más que los que pasan unos días en la capital catalana. Solanilla apunta que se debe atender esa circunstancia. Y que todos los implicados deben poder aportar soluciones. Hay mucho por discutir y valorar, sin proclamar, sin más, que se debe reducir el número de turistas. Porque todos somos turistas en algún momento del año.